Un hombre entra por una puerta, ocupa el centro de una pequeña escenografía y hace una reverencia a modo de saludo ante la cámara. Inmediatamente después hace entrar a una mujer, que sienta en una silla, cubre con una manta y cuando la descubre ella ya no está ahí, sólo queda la silla. El hombre es el pionero del cine Georges Mélies, la mujer se llama Jeanne d’Alci –su actriz fetiche, con la que se casará recién tres décadas después de rodar estas imágenes y lo acompañará hasta su muerte– y la película (un corto, según los cánones actuales) lleva por nombre Desaparición de una dama en el teatro Robert-Houdin, el teatro del cineasta. Fue estrenado en 1896 y es el primero de los trabajos de Mélies en el que detiene la cámara para simular un truco de magia, una técnica que no sólo terminaría siendo representativa de su obra, sino que es un evidente anticipo del montaje, clave en la construcción del lenguaje cinematográfico.
Si estamos hablando de Mélies y su obra, y por lo tanto del cine y sus trucos, es porque el primer adelanto del nuevo documental de Martin Scorsese dedicado a Bob Dylan –su trailer, digamos– termina algo enigmáticamente justamente con ese corto de Mélies, el de la dama que desaparece. Y no sólo eso, Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story –estreno de Netflix anunciado para dentro de apenas tres días– comienza justamente con ese corto de un director al que Scorsese homenajeó en Hugo (2011). Podría considerarse la continuación del celebrado No Direction Home (2005), donde recorrió la primera parte de la vida y obra de su biografiado. Pero si aquella llegaba hasta el momento en que la enloquecida carrera de Dylan se dio de bruces con la electricidad, la fama y el mito, la Rolling Thunder Revue es algo así como la verdadera cumbre de todos aquellos sueños perdidos. Se trata de un documental que testimonia aquella gira única, en la que un Dylan nuevamente al dominio de todas sus posibilidades artísticas se permitió reunir y homenajear a los artistas con los que comenzó su carrera, y también todos los que se fue encontrando en el camino, creando una suerte de circo musical ambulante a imagen y semejanza de las ferias de talentos que lo fascinaron durante su infancia –escribió al pasar sobre ellas en Crónicas (2004), su caprichoso libro de memorias–, y de las que fantaseó siempre formar parte. Scorsese vuelve a tener a su disposición para esta secuela los mismos trucos que utilizó tan bien en aquella primera parte: fascinante metraje inédito de la época, reveladoras entrevistas contemporáneas con los protagonistas y contundentes registros musicales en vivo. Pero ese subtítulo que señala que se trata de apenas Una historia de Dylan indica que Scorsese también parece haberse hecho cómplice de los trucos del buen Bob, que explica en la película que una persona enmascarada –y él usó muchas máscaras durante aquella gira épica– siempre dice la verdad, mientras que sin ella probablemente mienta. Claro que cuando lo dice, justamente, no está usando ninguna. De allí los trucos de magia y las damas que desaparecen, como su mujer Sara, a la que estaba intentando reconquistar entonces y que sumó al viaje para que protagonizase con él la película que decidió rodar en medio de aquella aventura, Renaldo & Clara (1978), tal vez el más largo e incomprendido testimonio de una gira de rock jamás filmado. Cuatro horas de entrevistas y escenas improvisadas por músicos y algún ocasional actor (“Tal vez me haya quedado algo larga”, aceptó en su momento Dylan, y agregó: “Cuatro horas larga”) que sirvieron para multiplicar el caos del viaje, algo que el anfitrión parece haber disfrutado particularmente. Los restos de Renaldo & Clara son la base para la película de Scorsese, pero Sara no aparece ni una sola vez: es la dama desaparecida en un documental que se permite incluir testimonios e incluso protagonistas falsos, pero en el que la magia es auténtica, especialmente la de un Dylan que todos aseguran que nunca actuó mejor sobre en un escenario durante toda su carrera. Y ahí están los grabaciones de aquellos expresivos, caóticos y emocionantes shows para demostrarlo.
de regreso a casa
“Todo será diferente/ cuando pinte mi obra maestra”. Acompañado por su compinche Bob Neuwirth, Bob Dylan disfruta visiblemente al cantar codo a codo “When I Paint My Masterpiece” –un clásico que cedió para que lo grabase primero The Band– durante los títulos de la hoy inhallable Renaldo & Clara, pero que se puede encontrar dispersa por YouTube, con imagen y sonido dudosos pero aún así fascinantes. Especialmente esta versión, que Dylan interpreta luciendo una máscara de plástico trasparente, con la que solía aparecer en escena sin anunciarse durante los shows que la Rolling Thunder Revue realizó por el noreste norteamericano (y un par de grandes ciudades de Canadá) hacia fines de 1975, justo antes de las celebraciones por el bicentenario. Por entonces Dylan había justamente pintado una obra maestra, su disco Blood On The Tracks (1975), con el que por fin pudo recibir elogios unánimes una década después de haber encarnado –y rechazado– el rol de mesías eléctrico del rock. Como bien recapitula el cronista Larry Ratso Sloman en el librillo interno del disco de las Bootleg Series dedicado a la gira, editado en 2002, Dylan había sido la gran esperanza de la canción de protesta para pasar a desmarcarse de ella y luego también del folk electrificándose y recibiendo los abucheos de los que hasta entonces eran sus fans en una gira alrededor del mundo, luego de la que se llamó a silencio y –esto fue lo más desconcertante– los discos que empezaron a llegar desde su ostracismo alienaron también a sus nuevos seguidores contraculturales, porque parecían venir desde el otro lado de la grieta con que Vietnam había partido en dos a los Estados Unidos. Dylan parecía querer estar lejos de todo y de todos, y una vez que lo logró, su regreso a escena fue con una gira a lo grande junto a The Band en la que no se escucharon abucheos ni grito alguno de “Judas”. Pero cuya mecánica lo dejó frío: demasiados aviones y estadios para el gusto de un beatnik de corazón, que de pronto se empezó a dejar ver por las calles del Greenwich Village que supo forjarlo. Los tiempos musicales estaban cambiando, y el punk reinventaba la escena de Nueva York a su medida. “Le gustó descubrir que podía entrar en un bar sin que nadie lo agobiase”, contó Patti Smith, a la que el otro Bob, Neuwirth, había alentado en su momento a sumar una banda a su poesía, y debe haber sido quien los presentó. Viendo a Patti interactuar con un grupo que musicalmente la seguía por donde quisiera ir fue una revelación para Dylan, según ella. “No sabía que eso fuese posible”, explicó, revelando el kilómetro cero de todas las bandas del buen Bob de ahí en adelante. Tal vez el momento musical de Renaldo & Clara más revelador de aquel estado de gracia sea durante “Isis”, uno de los temas que formaría parte de Desire (1976), el disco que grabó antes de comenzar la Rolling Thunder y salió recién cuando terminó el tramo de la costa este (hubo otro por la costa oeste, que no tuvo la misma magia). Sin guitarra y con apenas una armónica ocupándole las manos, se puede ver a Dylan moviéndose como un chamán, lo más cerca que estuvo de parecerse alguna vez a Mick Jagger, interpretando el tema también con su cuerpo, acompañado por una banda que suena libre pero contundente.
Mirando hacia atrás
Con no sólo una, sino dos obras maestras pintadas –hay que sumar Desire a la lista– todo fue diferente demasiadas veces en muy poco tiempo para Dylan, que pasó de insultar a su mujer en el vitriólico “Idiot Wind” (“Sos una idiota, Nena/ es un milagro que aún sepas cómo respirar”), el tema más extremo de Blood On The Tracks, a pedirle “Nunca me dejes/ nunca te vayas” en “Sara”, la sorpresa del disco siguiente. Sara terminaría pidiéndole el divorcio en 1977, pero el momento del limbo de Desire entre grabación y edición coincidió con la etapa mas expansiva y redentora de un artista que, de recluirse en Woodstock sólo para verse acosado por los fanáticos, pasó a reclutar a sus colaboradores recorriendo las calles del Village. Así conoció a dos figuras claves en Desire, como el dramaturgo Jacques Levy y la violinista Scarlett Rivera. Con el primero, co-compuso la mayoría de los temas, y luego fue el que ayudó a poner en escena la gira. Y el violín de Scarlett –a la que simplemente vio por la calle cargando su instrumento y la invitó a tocar– es fundamental en el sonido grupal de un álbum que empezó a gestarse con una fallida sesión multitudinaria que llegó a incluir a Eric Clapton. Terminó grabándose en apenas una o dos sesiones con un grupo reducido, que sirvió de base musical para la tan mentada gira con micros desbordantes de invitados de toda clase, desde la actriz y cantante Ronee Blakely (que acababa de saltar a la fama con su protagónico en Nashville, el film de Robert Altman) hasta el guitarrista Mick Ronson, que venía de tocar tres años junto a David Bowie, pasando por un jovencísimo T Bone Burnett, Allen Ginsberg como poeta oficial del evento, o Sam Shepard, reclutado (¿una recomendación de Patti Smith?) como guionista para la película. Pero ese mirar atrás hacia la ciudad donde comenzó todo no sólo fue geográfico, porque además el cantante que había abjurado de las canciones de protesta terminó teniendo en sus manos una de más de ocho minutos de duración, discutiendo la injusta prisión del boxeador negro Robin Hurricane Carter. Justamente, uno de los momentos destacados del documental de Scorsese es cuando Dylan se presenta sin anunciar en las oficinas de su sello para exigir el lanzamiento del simple con su tema “Hurricane”, ya que la oficina legal de Columbia temía posibles acciones legales por algunos de los pasajes de la letra. (De hecho, por culpa de uno de esos versos disputados, el tema debió ser regrabado ya en época de ensayos para la Rolling Thunder Revue). Y además de la protesta, Dylan también regresó a sus fuentes folk, ya que entre los convocados para esa gira terrenal y caótica figuraron Ramblin’ Jack Elliott, Roger McGuinn –ex líder de The Byrds, uno de los primeros en electrificar a Dylan con su versión de “Mr. Tambourine Man”– y ni más ni menos que Joan Baez, con la que tenían una cuenta pendiente los dos Bobs –Dylan y Neuwirth– ya que su ninguneo había quedado inmortalizado en Don’t Look Back, la obra maestra de Pennebaker que registró la primera mutación del cantante, abandonando sus raíces folk para abrazar el rock’n’roll, lo que incluía sus drogas, por las que Baez terminó quedándose irremediablemente afuera. “Tenía mis dudas cuando me llamaron, pero cuando empieza a cantar Bob no queda ninguna”, explica la diva del folk, cuya inclusión fue una de las glorias de la gira. Levy había decidido que, en el devenir teatral de cada noche, la pareja arrancase cantando después del intermedio, con el telón aún bajo. Cuando subía, y el público los descubría juntos después de una década, el lugar se venía abajo. Pero Joan no sólo se dedicaba a cantar, sino que solía bailar cuando Roger McGuinn hacía sus temas, y se llegó a vestir con las ropas y el maquillaje de Dylan, y salir así a escena. “Bob no tiene culo, pero estábamos parados de frente al público, así que no podían distinguirnos”, recuerda con una carcajada en las notas que se han hecho últimamente recordando la gira.
Esperando al irlandés
Aunque Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story sea promocionada como la nueva película de Scorsese, en realidad ese lugar lo ocupa The Irishman, la más que esperada producción multimillonaria protagonizada por Robert DeNiro y Al Pacino, y producida también por Netflix, un fichaje que ha funcionado como un gran golpe de efecto –una canchereada dedicada a un Hollywood que aún se niega a admitirla entre sus pares– para la plataforma convertida en estudio y lanzada a dominar el mundo audiovisual. Así que ante esos planes su nuevo documental sobre Dylan es apenas un aperitivo, tanto para el estudio como para el director. Pero eso no sirgnifica que la película haya sido menos anticipada, ya que desde hace una década que se habla de ella. Las entrevistas contemporáneas a los protagonistas, por ejemplo, se han venido filmando desde hace ya tiempo, al punto que incluso Sam Shepard –que falleció dos años atrás– aparece dando su testimonio. Es más, desde el punto de vista de un fan de Dylan, estos documentales de Scorsese aparecen como una suerte de versión cinematográfica –y de lujo– de su Bootleg Series (esa formidable serie de discos que desde hace ya más de dos décadas viene haciendo público un profuso archivo sonoro que antes sólo se podía conseguir a través de álbums piratas de dudosa calidad), ya que toman como punto de partida material audiovisual que de otra manera se perdería con el tiempo. Por ejemplo, la base para No Direction Home fue Eat The Document, un documental que debió haber sido el sucesor de Don’t Look Back y al que se vio poco y por alguna razón nunca fue editado en formato alguno, al igual que Renaldo & Clara. El material que esta vez tuvo a disposición Scorsese provino de las ¡dos! unidades de filmación que Dylan contrató para su gira, multiplicando así el espíritu festivo del evento y también el caos reinante. Un espíritu que Sam Shepard rescata en su libro Rolling Thunder Logbook (editado en castellano por Anagrama como Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera), a partir de un enigmático llamado que lo convoca cuando él estaba dedicado a criar caballos en California. Se trata de un caos épico y festivo, pero también frustrante (sobre todo para el responsable de diálogos que nadie se preocupa por memorizar), del que Shepard apenas si sacó en claro su libro, y un breve romance con Joni Mitchell, que se subió a la gira como invitada por apenas una noche y la pasó tan bien que se quedó por su cuenta y cargo hasta el final. Mitchell aparece en el documental de Scorsese cantando un tema que acaba de componer, llamado “Coyote” (que luego incluyó en su obra maestra Hejira), supuestamente dedicado a Shepard. También aparece Hurricane Carter, entrevistado hoy en día, retratando a Dylan como un buscador eterno. Y desde la entrevista que concedió para la película, la primera en la que aparece en cámara en más de una década, Dylan cuenta que lo que el ex-boxeador le preguntaba cada vez que se encontraban era qué era lo que él estaba buscando. “Yo le decía: Hurricane, estoy buscando el Santo Grial. Y lo voy a buscar hasta que lo encuentre, como Sir Galahad”. Pero Dylan agrega, con la sabiduría que dan los años: “La vida no es sobre encontrarse a uno mismo ni encontrar ninguna cosa. Sino que es sobre crearse a uno mismo”.
Nunca te defraudé
Como el show del revival no se detiene, anticipando el estreno del nuevo documental esta semana se editó –en el mundo anglosajón, al menos– una caja con catorce discos, conteniendo todas las grabaciones de ese tramo de la gira. En su reseña para The New York Times, Jon Pareles lamenta que no se hayan editado los shows completos (que llegaban a durar cuatro horas, e incluían segmentos solistas de cada uno de los integrantes del grupo), sino sólo las apariciones de Dylan. Y también asegura que lo más destacado del lote ya había aparecido en el álbum doble dedicado a la gira, editado diecisiete años atrás. Aquella demorada edición –casi tres décadas después de su registro– permitió en su momento constatar que lo que se decía de la calidad musical de la Rolling Thunder Revue no era una exageración. Los temas de Desire, por ejemplo, grabados de primera toma para el disco, ganan cuerpo y presencia en sus versiones en vivo, luego de haber sido interpretados varias veces –y de todas las maneras posibles– durante la gira. En su indispensable crónica On the road with Bob Dylan (2002), en el que Sloman recuerda sus días como parte de aquel circo de Dylan, el cronista recuerda que luego del final volvió a encontrarse con su anfitrión en un bar del Village. Con la revista Newsweek en la mano, donde hay un reportaje a una ascendente figura musical –que nunca revela en el texto– , le cuenta a Dylan que el entrevistado dice respetarlo como letrista, pero no como músico, ya que asegura que todos sus temas apenas si tienen los mismos dos o tres acordes. Un lacónico Dylan lo interrumpe para decirle que se puede perfectamente hacer un tema con dos acordes. Lo vuelve a interrumpir para decirle que también se puede hacer con un solo acorde. Y después le dice que es verdad, que no entiende demasiado de música. “Entiendo de Lightning Hopkins, John Lee Hooker, Leadbelly, Woody Guthrie. Nunca dije que entendía de música, y si alguna vez me viste tocar la guitarra lo sabés”, dijo con una sonrisa. “Soy un artista”, agregó, y se quedó callado. Y antes de que Sloman rompiese el silencio para argumentar en favor de Dylan, dice el cronista que éste se le adelantó con una pregunta. “¿Cuántas veces viste el show, Ratso? ¿Treinta? ¿Cuarenta veces? ¿Alguna vez te defraudé en el escenario?”. “Nunca”, dice Sloman que le contestó sin siquiera necesitar pensarlo, sin tener que recordar que todos los participantes de esa gira se reunían invariablemente todas las noches para verlo hacer su show, como si fuese la primera vez, como si no lo hubiesen visto el dia anterior. Y el anterior también. “¿Entonces por qué no contás eso?”, fue el pedido de Dylan. Algo que Sloman desde entonces viene haciendo todas las veces que haga falta. Lo mismo que ahora testimoniará Scorsese en su documental. Que el Dylan de la Rolling Thunder Revue no defraudó a nadie jamás. Ni nunca lo hará.