Antes que el renacimiento de la comedia romántica, lo que Ni en tus sueños anuncia es la inteligente capacidad de reinvención que ha definido a la carrera de Charlize Theron. Lo que todavía persiste en su imagen de supermodelo y diosa inalcanzable, erigida allá en la cima de un lejano pedestal, se convierte en el guiño de la película al verla bajar peldaño a peldaño, y demostrar el imprescindible talento cómico para colocarse a nuestra altura. Y ese ejercicio de notable ligereza lo sostiene con la misma convicción con la que se transformó en la villana kitch de Blancanieves y el cazador (2012), en la heroína de videojuego en Atómica (2017), o en la madre en pleno puerperio en Tully (2018). Sus últimas actuaciones conjugan su ganada versatilidad con un dominio notable de su propia creación, la que deambula entre los velos en las publicidades de perfume y al mismo tiempo es capaz de hacerse humana y vulnerable, de salir del corsé de chica linda y ser astuta y poderosa, delirante y divertida.
En muchas comedias románticas se veía a un hombre enamorarse de una mujer que no comparte su estatus de riqueza y poder. Podemos decir que Cenicienta fue el mejor modelo, aunque no tuviera mucho de comedia. El atolondrado heredero y la descarada buscavidas en Las tres noches de Eva (1941) de Preston Sturges; el empresario y la inocente prostituta en Mujer bonita (1990), de Gary Marshall; el presidente y la activista en Mi querido presidente (1995), de Rob Reiner. Los guionistas Dan Sterling y Liz Hannah toman esa fórmula y se la apropian a sabiendas de su lógica, pero también con cierta libertad para la construcción de sus personajes en los tiempos que corren. Tiempos sociales y cinematográficos: la batalla de la mujer por personajes que la representen y no la asfixien; los estertores de una “nueva” comedia de perdedores y guiños escatológicos que bucea a la pesca de una nueva forma. Entonces, Ni en tus sueños encuentra su rumbo: Charlotte Field (Charlize Theron) es la Secretaria de Estado de un presidente frívolo y mediocre en un tiempo en el que la política se ha convertido en pura imagen y consignas vacías. Es linda, inteligente y poderosa, sumergida en ese mundo en el que todo parece amortajado. Será el encuentro con Fred Flarsky (Seth Rogen) el que resulte desoxidante: un periodista político irreverente y desempleado cuyos ideales se convierten en el último acervo de una dignidad en entredicho.
Como era de esperar, la película juega a la dinámica de los opuestos. Perdido su trabajo, prisionero de la furia de la injusticia, vestido como un rapero adolescente, Fred se filtra junto a un amigo en una fiesta de exclusiva asistencia para encontrar allí a su antigua niñera convertida en la estrella política del momento. ¿Qué puede unir a esos dos mundos más allá de los recuerdos de la pubertad, de la memoria emotiva de aquel despertar sexual, del fanatismo compartido por los Boys II Men? La película se encarga de construir esa imposible unión en los pasos más impensados: la progresiva intimidad que comparten, los recuerdos de su incipiente militancia en la secundaria, la nostalgia de una edad en la que el anhelo por el tiempo pasado equilibra la ansiedad por el futuro. Pero lo hace sobre todo gracias a la notable fibra cómica de Theron, que hace de su personaje una mujer que sortea prejuicios y contradicciones, que puede pronunciar discursos encendidos y bailar tímidamente un lento de los 90, capaz de explorar todos sus deseos, de soltar los chistes con el ritmo justo, de combinar el glamour con la conciencia de su parodia.
Ya en Mad Max: Furia en el camino (2015), el renacimiento de la vieja saga australiana de George Miller que sacó a su carrera de una prolongada letanía –sobre todo después del fracaso de Æon Flux (2005)–, era perceptible el lúdico manejo del humor, en un contexto de volcánicas explosiones y apocalipsis global. Sus heroínas de acción desde entonces, tanto en Atómica como en Gringo: Se busca vivo o muerto (2018), asumen el gesto cómico como estrategia de autoconsciencia: detrás del deslumbramiento inicial que despierta su belleza se gesta el pulso de su deconstrucción. Todas sus femme fatales se desvisten de sus mismas convenciones frente a nuestros ojos: despliegan el ingenio para la supervivencia, la astucia para el contraataque, la seducción para el definitivo triunfo. Ha sido un mérito de Theron subvertir ese halo trágico que definía a sus primeras damiselas en problemas, como la esposa enferma en El abogado del diablo (1997), la mujer en disputa en La otra cara del crimen (2000) o la misteriosa enamorada de Dulce noviembre (2001). Y esa subversión, que vino después del Oscar por Monster (2003) y un tiempo de repliegue hasta encontrar el verdadero rumbo, dio a su figura el espacio adecuado para su deslumbrante evolución.
Es la capacidad de afirmar su poder y retener sus convicciones, sin por ello renunciar a perderse en el amor y el ridículo de vez en cuando, lo que sostiene el carisma de Charlotte Field en la política, y consagra su triunfo como pilar de un género complejo como la comedia romántica. El director Jonathan Levine entiende eso y le da a Theron las escenas más redondas, como la de la charla telefónica con el líder extranjero luego de la fiesta con éxtasis y alcohol, o la extraordinaria muestra de vulnerabilidad que puede sugerir solo con la inclinación del mentón a la espera del primer beso. Esa presencia formidable que tiene en la pantalla se conjuga ahora con su comodidad en la comedia, no fruto de una serie de artilugios externos, de atrezzos que la película le ofrece o que se desprenden del guion, sino como la misma estrategia detrás de la concepción de su personaje. Charlotte Field puede reírse de sí misma, moverse con total independencia, enfrentar al ridículo presidente y a los suspicaces de siempre que objetan su entereza, y desplegar una integridad que emerge de su interior, de su seguridad, aún en los tiempos límites en los que debe ponerse a prueba.
Charlize Theron demuestra que puede guiñarnos un ojo como la pérfida bruja de Blancanieves, desplazando tanto al príncipe como al cazador en la seducción de la princesa de los bosques y los enanos, que puede hacernos cómplices de su venganza en Mad Max y de su interminable fuga en Atómica, que puede conmovernos en el viaje interior de Tully, con las lágrimas de la soledad y la angustia de la incertidumbre. Todo puede hacerlo en ese extenso camino desde el pedestal que Hollywood le erigió, ese que supo desandar paso a paso, con cada año de madurez. Hoy puede habitar ese traje negado de la comedia con la mágica soltura de quien parece tenerlo todo siempre hecho a medida.