“Él murió diciendo que no se había casado ni había tenido hijos por considerar incompatibles la vida de familia con la vida de piloto”. El más importante piloto de Fórmula 1 desde sus comienzos, el más ejemplar deportista argentino de la historia para algunos, Juan Manuel Fangio, “El Chueco”, es quien decía eso hasta el final, 17 de julio de 1995. Veinte años después, en el cementerio de Balcarce, cuatro médicos forenses llegan a examinar lo que queda de su cuerpo: es un acontecimiento que será central tras una demanda judicial filiatoria que a esa altura llevaba ya diez años. “La maza contra el cortafierro, el cortafierro contra la soldadura del ataúd de chapa”. Empezar por ahí, por esa escena: son las dos líneas iniciales de Algo del antiguo fuego, otro libro notable de Miguel Prenz. Maza, cortafierro, chapa: los metales. Los fierros. 

Y la carne, los huesos, la piel. El formol que le pusieron en las arterias y venas es todavía efectivo dos décadas después y entonces médicos y sepultureros reconocen a Fangio con sólo verlo. “La cara de tano, la cabeza calva con manchas marrones, una más grande que las demás en la sien derecha”, anota dos veces Prenz, una para describir al del ataúd, y otra para aludir a alguien que camina impaciente y angustiado, a la espera. “Hasta los ojos claros y la sonrisa ladeada de las fotos. Un hombre, afuera, a pocos pasos de la morgue, parece el fantasma de Fangio. Es un jubilado ferroviario de setenta y tres años que, según su documento, se llama Rubén Juan Vázquez, aunque su apellido podría cambiar si resultara positivo el análisis genético –para el cual, en la morgue, los forenses cortan dos falanges, extraen un diente– y así se confirmara que es hijo biológico del mejor piloto de carrera de todos los tiempos”. 

Y sí: cuatro meses después de esa jornada, el resultado indicaría un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de compatibilidad genética. Y también será incontrastable en otros dos cotejos de filiación por procesos legales iniciados en 2013, que determinarían científicamente que Fangio fue además padre biológico de Oscar “Cacho” Espinosa y Juan Rodríguez. Ambos tenían más de setenta años a esa altura y lo sabían desde siempre, pero el corredor no los había reconocido legalmente; Rubén, en cambio, se enteró cuando tenía sesenta y tres. Prenz reconstruye las historias de los tres en relación al campeón: va a sus casas a charlar con ellos y así cuenta y cuentan de sus orígenes, de sus descubrimientos, del primer encuentro que tuvieron los hermanos en 2016 en Tandil, un punto intermedio entre Cañuelas, Balcarce y Mar del Plata, los sitios en los que viven cada uno. “En Tandil conversamos muchísimo”, le dice Rubén a Prenz mientras va mostrándole fotos, documentos, artículos periodísticos. “Por supuesto que lagrimeamos. ¿Cómo no se te va a escapar una lágrima al conocer a un hermano? Me acuerdo de que el domingo a la mañana nos encontramos para desayunar y ninguno había podido dormir en toda la noche por los nervios. Cada uno tiene una historia muy diferente. Por acá tengo una nota vieja que habla sobre la situación de Oscar”. 

La Semana, diciembre de 1979; volanta: “Juan Manuel ya no reconoce a Cacho”; título: “¿Qué pasó entre Fangio y su hijo?”. El piloto se niega a hablar de su vida privada; Oscar, por su parte, dice que su padre ahora niega ser su padre. Prenz trabaja estos materiales con, por ejemplo, la narración al detalle de la filmación del Gran Premio de Alemania de 1957, “conocida como la mejor carrera de todos los tiempos”, en la que Fangio se coronaría como quíntuple campeón mundial de Fórmula 1: la estrategia con el combustible, el tiempo que tardan los mecánicos del equipo en cambiar los neumáticos, la emoción de ponerse puntero con maniobras de riesgo en la penúltima vuelta. Tiene 46 años y está a uno del retiro. Prenz se centra en dos segundos: entre colaboradores y equipo, una mujer hace punta y corre a abrazar a Fangio cuando se detiene en boxes, sonriente y ya ganador. Hay relatos en varios idiomas del video, y Prenz muestra qué dice y qué enfoca, en ese momento, cada relator: el argentino está exultante, en el orgasmo del fanatismo ante un dios; el alemán repasa las escuderías con las que corrió y destaca que antes de este título con Maserati había ganado otros dos con Mercedes Benz. “¡Miren ese recibimiento!, dice el inglés. ¡Andrea, la esposa de Fangio, lo espera lista con un beso!”. Llevaban juntos, a esa altura, unos veinticinco años juntos: Andrea Berruet es la madre de Oscar, y acompañó a Fangio durante sus campañas en Europa.

Al comentar libros, películas, series, obras de teatro, es habitual preguntarse hasta dónde contar, qué conviene preservar de la trama, no arruinar revelaciones, sorpresas. Se escucha, se lee por ahí, de un verbo y quehacer nuevo, espoilear. La palabra inglesa spoil, que acaso esté en su raíz, puede significar entre otras cosas echar a perder; que adelantar algún suceso, pongamos, arruine o pudra el disfrute de la pieza. En el caso de los libros de Prenz ese “riesgo” está atenuado porque su escritura, el trazo de las escenas y la elección de los objetos y los rasgos que describe, las voces y sus cadencias, las líneas estructurales y las figuras que se componen a lo largo de sus crónicas, el modo en el que un dato dialoga con un balbuceo o con un caballero y todo su porte y disfraz, excede por mucho al hipotético tropiezo que signaría el adelanto (como en un tráiler) de algún material de sus narraciones. Al leerlo uno asocia a veces con la pintura, o con los documentales de Herzog, o con la literatura, pero se trata de escritura periodística. De las mejores de la actualidad, podría agregarse, leído este libro en conjunto con sus dos anteriores, La misa del diablo (Anatomía de un crimen ritual), su pesquisa sobre el asesinato de un chico de doce años en Corrientes, y Gigantes (La guerra de los dinosaurios en la Patagonia), mirada panorámica con retratos humanos sobre fósiles y museos, búsquedas y glorias, procedencias y destinos.

En 29 entradas o capítulos Prenz entrevera a las historias de los hijos con otras vertientes, abogados de las partes que cuentan del proceso judicial, el presidente de la Fundación Fangio que habla en el Museo Fangio de Balcarce (impulsado fuertemente en la dictadura por el general Ibérico Saint-Jean, gobernador bonaerense durante el Proceso), entrevistas y declaraciones del campeón en distintas épocas, el encuentro con uno de los sobrinos que lo heredaron. Es uno de los temas todavía pendientes, un nervio que atraviesa al libro, una recurrencia de Mirtha Legrand en el almuerzo en el que uno de los invitados es Rubén: “Yo leí el monto de la herencia. Era mucho dinero, como cuarenta millones de dólares”. En contrapunto con el abandono del padre glorificado y famoso, Prenz compone postales del cotidiano de estos tres hombres mayores y los semblantea lúcidos, con humor, todavía vitales. Cacho, que también fue piloto, es invitado a una exhibición para conducir un Brabham con el que compitió en Fórmula 3. “Oscar lo mira a un par de pasos de distancia mientras el tiempo avanza como miel espesa –anota Prenz–. En medio del ruido de los motores y los gritos, por momentos no hay manera de hacerse escuchar. Oscar toca el metal y un escalofrío le recorre el cuerpo. El estremecimiento es apenas perceptible. La sombra de un temblor”.

Los fierros, la piel, el tiempo.


Algo del antiguo fuego:
Una historia de los hijos de Fangio

Miguel Prenz
Tusquets 
160 páginas