“Yo soy testigo de Chernobyl, el acontecimiento más importante del siglo XX”, escribe Svletana Alexievich, periodista y ganadora del premio Nobel de Literatura en 2015. “¿De qué dar testimonio, del pasado o del futuro? Cuando hablamos del pasado o del futuro, introducimos en estas palabras nuestra concepción del tiempo, pero Chernobyl es ante todo una catástrofe sin tiempo. Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán cincuenta, cien, doscientos mil años. Y más. Desde el punto de vista de la vida humana, son eternos. Entonces, ¿qué somos capaces de entender? ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer un sentido en este horror?”.
Este libro, Voces de Chernobyl, publicado en 2005, fue uno de los textos de cabecera para Craig Mazin, el guionista, creador y productor de Chernobyl, la miniserie de cinco episodios de HBO y Sky, dirigida por el sueco Johan Renck que, con la hipérbole habitual en nuestros días de entusiasmos efímeros pero intensos, fue declarada la mejor de la historia de la TV. El podio es discutible, pero no la calidad y tampoco la intención de, como dice Alexievich, darle sentido al horror. Chernobyl es respetuosa de los detalles, inteligente en su mirada sobre la Unión Soviética –algo encomiable teniendo en cuenta que Mazin es neoyorquino y la producción es occidental–, e históricamente fiel teniendo en cuenta el límite de cinco episodios. Y, sobre todo, transmite de una manera desesperante la tensión, la gravedad y la urgencia de lo que fue la catástrofe nuclear, “un evento que nunca antes ocurrió en el planeta”, como dice el protagonista Valery Legasov (Jared Harris), director del instituto de energía atómica Kurchatov y uno de los responsables científicos y políticos de solucionar la catástrofe.
Un poco de contexto. El 26 de abril de 1986 hubo una explosión en el reactor 4 de la planta nuclear de Chernobyl, cerca de la ciudad de Prypiat, al norte de Ucrania y en la frontera con Bielorrusia. La explosión, que ocurrió de madrugada, fue considerada un accidente industrial grave pero manejable hasta que, con las horas, hubo que reconocer la verdad. El nivel de radiación del reactor destruído fue el equivalente a 400 veces la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima. En los lugares más afectados se midieron 20.000 roentgens por hora. El roentgen es una unidad utilizada para medir el efecto de las radiaciones ionizantes y se utiliza para cuantificar la exposición radiométrica. Son términos técnicos que sólo los expertos manejan con propiedad, pero los números ayudan a dimensionar: una dosis letal es de 500 roentgens en cinco horas.
Chernobyl toma una serie de decisiones brillantes. La más notable, quizá, es dramatizar los hechos con el pulso del género de terror. El clima es de muerte inminente, de peligro invisible. A la radiación no se la ve –ni siquiera se muestra la explosión–; se la respira, tiene gusto a metal, es un monstruo que viene con el aire, está en todas partes y en ninguna, es imparable. Y contagia: otro elemento del género de horror, la peste. Las cosas y las personas están infectadas. Tocarlas es peligroso. El espectador sabe lo que ocurre: los protagonistas no. Como en una película de terror, las víctimas ignoran dónde se oculta el asesino. Ayuda al clima tenebroso la música de la compositora islandesa Hildur Guonadóttir, sutil e insidiosa, como esa muerte sin cuerpo.
El otro género que explora Chernobyl es el thriller político, y lo hace sin lugares comunes, incluso enfrentándose a prejuicios. “Dudé mucho antes de usar ‘camarada’ en los diálogos”, cuenta Mazin en el podcast de la serie, que se puede escuchar, con subtítulos en inglés, en YouTube. “Me parecía un chiste. Pero le di a leer el guión a mucha gente que había vivido en la URRS y siempre me marcaban lo mismo: ‘Nunca usarían el nombre de pila, es demasiado formal. Se dirían camarada’. Comprendí, entonces, que tenía que escuchar a quienes sabían sobre la vida cotidiana en la Unión Soviética, no a mis ideas preconcebidas”.
Mazin no oculta, ni en la serie ni en las entrevistas, la enorme admiración que siente por los responsables de contener el desastre. Chernobyl no elude las críticas al sistema soviético y se ocupa de dilucidar qué pasó esa noche y por qué el estado (y el sistema) fue el culpable. El ocultamiento, las mentiras, la “obsesión de la Unión Soviética por no ser humillada”, como apunta el funcionario Boris Shcherbina, todo eso está presente. Pero mucho más lo está el agradecimiento a estos hombres que salvaron a Europa y quizá al mundo entero. “Este evento solo podía ser resuelto por soviéticos. Lo que los ciudadanos hicieron, su sacrificio, su nobleza y valentía, es algo que en Occidente desconocemos. Esta gente sentía la obligación de reparar el desastre y lo hicieron, con frecuencia sabiendo que iban a morir. Se sentían parte de un colectivo. Los líderes quizá eran hipócritas, no todos, tampoco tenían muchas opciones. Pero la gente creía y para ellos minimizar el daño era una obligación cívica. No sé si seríamos capaces de solucionar algo así en Occidente. Es cierto que desobedecer les costaba la vida, pero no lo hacían sólo por eso. No fue una reacción motivada por el miedo o el autoritarismo. Se lo pusieron al hombro y dieron sus vidas.”
Y ahí están los héroes: los ingenieros que ingresaron al reactor en la oscuridad y bajo el agua contaminada, para secarlo e impedir una explosión por sobrecalientamiento, equivalente a varias bombas. Ananenko, Bezpalov y Baranov, los voluntarios que el mundo no recuerda y que evitaron una tragedia inimaginable. También los mineros, duros y desafiantes, que cavaron bajo el reactor, desnudos, recibiendo sobre su cuerpo la radiación. Los colimbas encargados de limpiar el techo que sólo podían permanecer entre el grafito contaminado por 90 segundos: más de ese tiempo significaba la muerte. Los pilotos de helicópteros que sobrevolaron el reactor para intentar apagar el incendio con arena. Los científicos que se quedaron en Prypiat: no sólo Legasov, sino muchos otros, en la serie unificados en el personaje ficticio de Ulana Khomuyk (Emily Watson). “La situación fue manejada por hombres y el poder político estaba en manos de hombres, no podía cambiar eso. Pero para introducir el tema del género tomé la decisión de reunir a todos los científicos en Ulana, cuya presencia es fiel al rol de las mujeres en la Unión Soviética. En los 80 tenían más médicas y científicas que Occidente. En eso eran progresistas”.
Emily Watson es una actriz fantástica y el elenco es otro de los hallazgos de la serie. Jared Harris es extraordinario como el atormentado Legasov; Stellan Skarsgärd es el brutal y eficiente Shcherbina, un burócrata que entiende a Chernobyl como una guerra que debe ganar; es conmovedor el joven irlandés Barry Keoghan, uno de los soldados dedicados a matar a las dulces mascotas de los evacuados, parte de la limpieza necesaria en la zona de exclusión. Los actores hablan en inglés: no hay acentos molestos y cómicos que les impidan convertirse en sus personajes sin parodia.
¿Por qué ahora Chernobyl, por qué resulta relevante, por qué le habló a nuestro presente? Porque es un ejemplo atroz de la manipulación de la verdad y los hechos, y hoy estamos hablando del poder de las fake news y de la confusión generalizada en cuanto a la información falsa. Pero, sobre todo, porque Chernobyl es una gran advertencia. En este momento, en el que se pone en duda a la ciencia, desde los antivacunas y terraplanistas hasta los negacionistas del cambio climático, es importante ver, con todo el horror de esos cuerpos destrozados y ese sufrimiento injusto, de qué hablamos cuando hablamos de una catástrofe ambiental provocada por seres humanos. Y como, no hace tanto, se evitó que el mundo fuese inhabitable a un costo imposible de creer.