Al principio esta fotografía me enojó. La defensa fue ideológica. Dirk Skiba me escrachaba con un naturalismo falto de imaginación, es decir con la literalidad que exigiría una guerrilla contra el fotoshop y entonces optó por subrayar el objeto como si fuera posible captarlo en sí mismo, la mirada sacrificada al titanismo tecnológico –su cámara tenía el tamaño de un satélite. Pero luego pensé que me mostraba mi inmediato futuro como un aviso, una suerte de prevención que me haría más indolora la novedad de esa mutación. Me hacía sentir como Andy Warhol que comenzó a usar una peluca blanca antes de enfrentarse a sus canas. Porque no tengo aún esos plisados de papel biblia en las sienes, ni el xantelasma sobre el párpado sobresale como un pezón, ni esas venas que más se quisieran los que las buscan en urgencias médicas, ni ese dedo meñique ha adquirido la consistencia artrósica del de una bruja de Cervantes, ni es tan evidente que mis ojos son producto de un lápiz graso capaz de lograr un efecto oso kohala o chino según el grado de deterioro de la punta. Creo. Me gusta esa vieja: me casaría con ella porque sé que aún es bastante perversa y de la raza de los clowns. En su mente –aunque falle cada vez más en recordar nombres propios, esos fallos son efímeros y coyunturales porque en realidad ella es un archivo humano modesto pero fiel– hay nombres de mujeres a las que llama células madres, árbol del compost, arcadia de los sueños. Ve conmovida la revolución feminista pujante –debe ser eso lo que está mirando– y se complace de que haya sucedido cuando no pensaba que sucedería en vida de ella pero se sorprende que en sus discursos, performance, cantos no exista algo así como un nombraderal de mujeres (las viejas y las muertas) y sin bien comprende que hay un cierto elemento propio de los momentos fundantes que consiste en imaginar que se empieza todo de cero, espera el momento de las genealogías aunque es una palabra que no le gusta porque de algún modo establece una rama de legitimidad, algo que implica jerarquía. “La faena del intelectual es la producción y donación de nombres” ha dicho Rita Segato en la inauguración de la feria del Libro de Buenos Aires para mentar inmediatamente a su maestro Aníbal Quijano. Ella habla de “parentalidad”. Y los parentescos con legados feministas pasados se vuelven urgente en un momento histórico que se propone, a sus fines utilitarios, sin capital simbólico ni archivos, todes emprendedores de sí mismes: un nombraderal nuestro con las Julieta Kirkwood, Gloria Anzaldúa, María Lugones, Silvia Rivera Cusicanqui…. Porque si se chupan los nombres se corre el riesgo de, encima de descubrir la pólvora, ¡patentarla!.
Por eso me gustó, durante la Asamblea de Mujeres realizada en el teatro Cervantes de Buenos Aires el último 23 de marzo, oír los nombres de Adelaida Gigli, Alice Schaszer, Kate Millet y Rosario Castellanos, asistir a la enseñanza cuerpo a cuerpo porque la transmisión no sólo está hecha de palabras sino de fluidos afectivos, ánimos combustibles, incluso de lo que no se comprende pero que cobrará sentido en el futuro del pensamiento; que el activista cuir Nicolás Cuello lanzara en Facebook una entrevista a Mario Mielli, el autor de Elementos de Crítica Homosexual, activista tan olvidado como plagiado. Porque nombrar es siempre el comienzo de una suelta de pensamientos a encender.
Vieja, contame tu bio
Por eso relaciono que tanto les viejes como les disidentes sexuales suelen ser violentados con el imperativo segmentado del testimonio. Se que eso está cambiando, fundamentalmente con, por ejemplo, obras como Travesti; una teoría suficientemente buena de Marlene Wayar pero es un fantasma que insiste. A veces periodistas y otros profesionales se comportan como lo que insisto en llamar “fiolos de intensidad”. Grabador, morbo, vena exotista y a la lona. A la vieja de la foto la llaman la abuela punk o le preguntan si conoció a Luca Prodan como si los años setenta fueran, no un tiempo y muchos setenta, sino un lugar adonde se cruzaban Miguel Abuelo y Roberto Santucho. Mi propio editor me encomia así: “María, para mí, venía de ese lugar donde ya se había hecho todo antes, donde se había hecho mejor, más de verdad. Lo conocía a Briante de antes, lo conocía a Charlie Feiling de otro lado. Desarticulaba las provocaciones de Fogwill con la liviandad y agudeza de una maestra benévola con un niño revoltoso pero bueno, y hacía eso porque lo conocía de antes: de antes de ser Fogwill” O sea , de ideas nada: pura testiga.
“Claro, se queja , porque es vieja” dirá la eterna monada con lectura de mano única”. Obvio ¿acaso hay razones puras? Jean Genet, según sus propias declaraciones, jamás hubiera apoyado la independencia de Argelia si no hubiera cogido con argelinos.
Y encima el mito juvenilista hace que el brillo de ciertas estrellas lleve la edad a los titulares con letras catástrofe ¿Que importancia tiene que Dora Barrancos haya renunciado al Conicet a los 79 años, lo que debería extrañar es que su inmensa obra política y feminista correspondiera a alguien menor; que Eric Rohmer haya filmado La inglesa y el duque a los ochenta y pico, sí sorprenderse de cómo usó los medios digitales a su beneficio eludiendo abusar de su efecto como suele hacerlo la mistificada juventud.
La de la foto está pasando el período más feliz de su vida, lástima que ahí no vale el “yo te creo hermana”. Porque uno de los consensos que genera el neoliberalismo es acerca de un modelo de felicidad único siempre asociable a la prolongación de la juventud aunque la vejez sea el período de la calma de las identificaciones querellantes y de un sabor faire capaz de volverse síntesis, tributo y soltura, sin el peso de los mandatos. Es el sexo sin su drama, el amor sin su plomada y el fin de ese sentimiento vergonzante: la vergüenza. Por algo fue una vieja (la abuela de Sartre) la que le dijo para que no lo olvidara a su denso nietito (que entre paréntesis fue feliz hasta la muerte aún inventando una filosofía de la náusea): “¡deslizaos mortales pero no os apoyéis!”.
Claro que está la cotidianidad del dolor físico y la cámara lenta del movimiento pero para eso están los fármacos: el cuerpo laboratorio, aunque viejo, no cierra. La vieja de la foto –sí, ya sé, blanca, clase media, sana hasta nuevo aviso, autónoma por ahí por ahí, cuadro psiquiátrico moderado– sabe que puede sucumbir a una guerra del cerdo y que su cuerpo estorba aún en su situación privilegiada a tono con la invitación que planteó Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional al detonar la alarma neoliberal con su anuncio de la longevidad como amenaza para la sustentabilidad de las finanzas públicas, las aseguradoras y las entidades privadas (nada de retórica humanitaria ni siquiera la del tradicional paternalismo burgués). Pero está alerta detrás de su flequillo setentoso. Guarda gato con las reservas seniles que no son globalizadas sino internacionalistas.