Desde Brasilia
Durante las cerca de 24 horas que permaneció en Buenos Aires Jair Bolsonaro puso de manifiesto dos preocupaciones: que la fórmula integrada por Cristina Fernández venza las elecciones de octubre convirtiendo a la Argentina en otra Venezuela y que Luiz Inácio Lula da Silva recupere la libertad.
Su aprehensión frente a Cristina (de la cual ya habló ante empresarios norteamericanos en Texas) obedece a una serie de razones como el riesgo de quedar aislado en una América del Sur eventualmente gobernada por varios líderes progresistas (este año también habrá elecciones en Bolivia y Uruguay). Además responde a su estilo brutal, falto de compostura diplomática, que quedó evidenciado al hacer proselitismo partidario en un país extranjero durante una visita oficial.
Modales de un nostálgico del “subimperialismo” implementado por la dictadura brasileña que fue responsable de la desestabilización de líderes de la región cuyo ejemplo más notorio, y documentado, fue el de Salvador Allende. El Plan Cóndor y la Doctrina de la Seguridad Nacional fueron subsidiarios de aquella diplomacia intervencionista que parece ser evocada por Bolsonaro.
Otro dato de contexto: tanto el presidente como su ministro de Economía, Paulo Guedes, un liberal extremo, son apologetas del régimen militar chileno surgido después del golpe que derrocó a Allende en 1973.
Con todo, la situación legal de Lula resulta el tema más acuciante para el ex capitán cuya popularidad se ha evaporado con un vértigo inesperado hasta caer al 28 por ciento a fines de mayo, contra el 49 que tenía al asumir el cargo en enero, y cerca del 60 por ciento con que contaba a fines del año pasado.
Pese a estar encerrado y durante meses censurado, situación corregida recientemente cuando fue autorizado a dar entrevistas, Lula no ha perdido su dimensión de principal líder opositor. Su vigencia política sorprende.
“Lula Libre” fue una de las consignas voceadas por miles de manifestantes en la protesta del 15 de mayo en defensa de la educación en la que participaron cerca de 2 millones de personas en más de 150 ciudades. La movilización estremeció al Planalto por su magnitud. También porque restituyó al campo popular la hegemonía de la calle perdida desde al ascenso derechista que derivó en la caída de Dilma Rousseff en 2016 y abonó el ascenso neofascista a la presidencia en octubre de 2018.
Que el jefe del Partido de los Trabajadores se convierta en un antagonista temible en caso de dejar la Superintendencia de la Policía Federal en Curitiba es una hipótesis plausible, por decir lo menos. Cabe recordar que hace nueve meses, cuando fue impedido de disputar las elecciones, contaba con una intención de voto que rozaba el 40 por ciento frente al veinte del entonces candidato Bolsonaro.
“Espero que Lula se quede allá (Superintendencia) por mucho tiempo” se sinceró el gobernante brasileño al ser abordado por turistas de Curitiba en el hall del porteño Hotel Alvear el jueves pasado. Dos días antes de esa declaración la Procuraduría General de la República había recomendado al Superior Tribunal de Justicia (STJ)que el jefe petista sea beneficiado con el régimen semiabierto.
Esa fue su segunda victoria judicial en 50 días: en mayo el mismo STJ, de la tercera instancia, redujo la condena de 12 años y un mes a otra de 8 años y diez meses.
Con la declaración en favor del encierro del ex tornero mecánico, el Jefe de Estado envió un mensaje hacia un Poder Judicial permeable a las presiones políticas a la par de una tutela militar institucionalizada desde que el presidente de la Corte Suprema (Supremo Tribunal Federal), Antonio Dias Toffoli, designó a un general dentro de su staff de consejeros. El propio Dias Toffoli visitó recientemente la residencia presidencial donde fue lanzado un “pacto” junto a Bolsonaro considerado por juristas como una forma de renunciar a un mínimo de independencia frente al Ejecutivo.
En ese contexto de baja calidad institucional la recomendación presentada por la Procuraduría para que Lula salga tendrá que sortear una serie de escollos políticos, disimulados a través de formalismos procesales, antes de ser puesta en práctica.
Se trata de una disputa de resultado incierto, porque pese al estilo truculento de Bolsonaro dentro de la justicia comienzan a surgir voces de disenso, expresadas incluso por miembros de la máxima Corte.
El destino del preso político se jugará también, y quizá fundamentalmente, en las calles que tendrán su próximo barómetro el 14 de junio con la huelga general convocada de forma unitaria, y prácticamente inédita, por todas las centrales sindicales entonadas con la protesta del 15 de mayo.
La desocupación de más del 13 por ciento y la precarización laboral del 28 por ciento de la población económicamente activa añaden más ingredientes del descontento en alza.
Un menú indigesto para el militar retirado que bien podría fugar hacia una ruptura institucional al modo del “autogolpe” dado en 1992 por el dictador peruano Alberto Fujimori.