El prejuicio de un lector, como en cualquier otra actividad, es un recurso que está antes del sentido en términos de experiencia o de conocimiento. Gombrowicz respondió alguna vez que no había leído a Borges. "Para qué iba a hacerlo con la pobre opinión que tengo de su obra", habría dicho. El primer pretexto de la comodidad (o de la preservación) para lectores-escritores es el de no leer a sus contemporáneos. El segundo es el de no leer a sus vecinos. Por fin, el máximo pretexto, sería el de escribir con total posesión de la libertad como si estuviéramos solos en el mundo. Pero los escritores suelen leer o por lo menos eso dicen. Y cuando no trabajan manipulando las escrituras ajenas están muy atentos a sus propias referencias "reales".

Esas alternativas me encontraron consultando alguna novedad en el campo de la ficción. El librero me enseñó un libro de cuentos de Diego Muzzio cuyo título es Doscientos Canguros. Como no conocía al autor, verifiqué sus datos en la solapa. Lo primero que registré fue que el año de su nacimiento coincidía con el mío y a punto estuve de hacer caso del pretexto número uno, cuando noté que el cuento Los discípulos de Buda podía interesarme. Se habla allí del ajedrez como inductor de locura, un tópico caro a Stefan Zweig, del delirio -un personaje afirma haberle ganado una partida a Bobby Fischer en una pizzería de Buenos Aires, en el año 1971- y de la anacronía, ya que el ajedrez es anterior al cruce del Mar Rojo y a Troya y, según algunos autores, existió desde siempre.

Mejor que confirmar un pretexto es refutarlo. Cuando esto ocurre, superada la etapa del pre-juicio, se pasa a la plenitud del conocimiento y a la felicidad de incorporar una obra de la que nada sabíamos antes. Siempre, claro está, que en la experiencia ocurra la afinidad entre los mundos del autor y del lector. (Qué vamos a hacer, la subjetividad es la que manda.)

Y ya que andan rozándose ciertas retóricas en estas líneas hay que decir que el ajedrez es una "figura" literaria cuyo retorno en estos días no solo aparece ligado al cuento de Muzzio, sino también a lo que sucede en el ámbito de lo que llamamos la "realidad". Mucho se ha hablado de "jugadas", "piezas", "movidas" y "casilleros" y eso está muy bien, porque la retórica parece siempre estar al alcance del pueblo y manifestarse como parte del suceder.

***

No son pocos los escritores argentinos que han tenido cierta fascinación por el ajedrez. La mayoría son cuentistas, como es el caso de Abelardo Castillo y autodidactas, como solía ser la cultura en tiempos de Borges. Pero si hay alguien que sistematizó un conjunto de saberes en torno del juego, fue Ezequiel Martínez Estrada. Un texto recuperado por la Biblioteca Nacional en su colección Los Raros recoge los manuscritos que el filósofo de San José de la Esquina escribió en los años veinte y nunca llegó a publicar hasta el rescate que hizo la Biblioteca, en su anterior gestión.

En ese libro, Filosofía del Ajedrez, dice Martínez Estrada que todas las obras ajedrecísticas tienen una belleza objetiva por las condiciones de voluntad, armonía y expresión espiritual que llevan implícitas. Más adelante, al tratar de su naturaleza -como ciencia o como arte- destaca: "hay planes que tienen la dulzura de una sinfonía de Haynd o de una estatua helénica, fuera de toda metáfora".

Quien tenga alguna aptitud para la emoción artística no dejará de reconocer, entonces, el valor estético de una jugada de ajedrez, como no dejará de reconocerlo en un buen cuento, sobre todo cuando éste trae la riqueza desde un fondo muy lejano, que se hace resurgir en sí mismo en un reencuentro con lo perdido.

***

Releo a Martínez Estrada mientras pienso en la figura que saturó las tintas virtuales de todos los espacios mediáticos, la que incitó a lectores y críticos a sacudir la modorra de lo ordinario a través de sucesos no esperados.

Me refiero a la dama.

En Filosofía del Ajedrez se describen todas las piezas del juego pero es la dama la pieza de la discordia y la subversión. Es ella la que combina la fuerza y el afán de la victoria, la "pieza genial" al decir del filósofo, la que "es difícil de manejar, de someter y de medir". 

Me quedo atrapado en esta trasposición de lenguajes como en una lectura del I Ching, justo cuando el filósofo declara que a la dama "se le debe en muchas partidas, el éxito y el fracaso" y que "la fuerza del juego radica a veces en poder realizar en su oportunidad, el movimiento que exige la posición." 

La lectura pretende una coincidencia entre el arte y la realidad, una forma de destacar lo verdadero o lo bello, que para los griegos era la misma cosa. De seguro no hago más que manipular referencias personales o palabras ajenas sobre la base de pretextos que configuran un mapa personal de selección estética.

Después de todo, la política no deja de ser un arte cuya incidencia trasciende los valores del gusto. Pero no por eso lo anulan. 

Al revés, en ocasiones, parece confirmarlos.

hquagliardi@gmail.com