Antes que contar -y redundar en- la historia que toda película ya se encarga de contar, mejor detenerse en otros aspectos, porque para saber qué es lo que pasa en una película es por lo que se va, entre otras cuestiones, a ver la película. Y puesto que Breve historia del planeta verde esconde una sorpresa, mejor que sea el espectador quien se encargue de descubrirla.
Por eso, es mejor que sea la curiosidad la que descanse en el misterio que anida en esta historia pequeña, situada en un planeta cercano. Una película íntima en la que subyace un momento en donde lo que acontece adquiere otros ropajes. Es decir, una película que dice ser un género mientras lo desdice, por dejarse tamizar de una hibridez consciente. En este sentido, las categorías genéricas desde las cuales ubicar al film de Santiago Loza aparecen tal vez contradictorias. Sólo tal vez, porque la confianza en lo que se hace, en lo que se muestra y lo que se narra, dicen todo el tiempo sobre el desenlace o punto de arribo deseado. En última instancia, hay una puesta en escena. Y eso, ni más ni menos, dice de manera suficiente sobre un director de cine.
Abocado a una experiencia artística que le reparte entre el teatro, la literatura y el cine, el cordobés Santiago Loza encuentra en esta película un lugar de riesgo, está claro, pero con la sensibilidad suficiente como para saber que el film no habrá de derrapar. Ahora bien, y de manera sintética, Breve historia del planeta verde es la odisea de tres amigos dispuestos a llegar (a volver) a la casa de una abuela. La abuela falleció, y hacia allí, a ese lugar situado en una infancia pretérita y cercana, entre las paredes de una casa que guarda olores viejos, entre el barrio y los lugares de antaño, habrán de codearse los protagonistas.
Santiago Loza encuentra en esta película un lugar de riesgo que fue urdido con la sensibilidad suficiente para no derrapar.
Lo que no se ha dicho es que Tania, la nieta que acude al llamado de este más allá (¿porque qué otra cosa es esa etapa ligada a la infancia?) es transexual. Lo que también debe ser dicho es que Romina Escobar, la actriz, es magnífica. Su naturalidad ante la cámara es el gran hallazgo de Santiago Loza. Así, Tania viaja, camina, sufre y ríe, acompañada de Daniela (Paula Grinszpan) y Pedro (Luis Soda). Tres disconformes, tres desajustados que sin embargo comparten una sintonía plena, a tono con lo que enfrentan. Esto es, los años de un pretérito al que volver. Un tiempo casi ido al que se debe (re)visitar. Es por eso que hay que acompañar a Tania. Y no dejarla sola.
Ese pueblito, ese lugarcito, de casa de muñecas y comidas de abuela, comparte una emanación dulzona con cierto regusto amargo. Sobre todo ante un afuera seguramente amenazante, desde el marco contenedor (y tan hipócrita) que ciertas ciudades pequeñas o pueblos grandes brindan. De modo tal que volver allí será una prueba límite, para todos pero sobre todo para ella, para Tania. Durante el camino y la estadía, las miradas los cruzan, las mediasonrisas les apuntan. Además, no bien llegar, ya el trío se impone otra meta. Para saber cuál es, habrá que ver la película.
Entre otros rasgos, hay un gran momento en el film de Loza, y se corresponde con la escena que comparten Tania y una amiga de la abuela, interpretada por la inmensa Elvira Onetto. Es un diálogo magnífico, que delata la artesanía de Loza en la relación que descubre entre actrices de generaciones diferentes, en busca de una comunión que no borre sus diferencias de registro. Lo que la Onetto logra en este diálogo es apasionante, porque mientras la palabra dice, son sus gestos los que comunican algo más. De este modo, la simpatía del decir guarda matices contradictorios. Lo que se escucha no se condice con lo que se ve. Y esto es algo que el film logra de manera elegante, al permitir que sean las propias intérpretes las que se luzcan -desde estos gestos mínimos- ante la cámara. Así, el pasado de esta vida que Tania ahora es adquiere rasgos de un pasado seguramente afectuoso, pero nada fácil. Hubo dolor. Y cierto pase de facturas aparece desde la voz de esta amiga otoñal, que parece risueña. La gran Elvira Onetto.
Descubierto lo que aquí no se dirá, el trío parte hacia la aventura, para cumplir una misión de índole esencial, que los anuda respecto de su historia. De esta manera, los viejos vínculos aparecen, junto a los desprecios, algunos rencores, ciertas disculpas y camaraderías. Hay que llegar al lugar que el mapa asegura, como si fuera una búsqueda del tesoro, así como cualquiera de las aventuras de tanto cine de matinée. Ese cine seguramente visto en el cine o la televisión del mismo pueblo, durante aquella infancia.
A lo largo de la travesía, lo que progresivamente se extraña es el paisaje, o mejor dicho, lo notable es cómo Loza y su director de Fotografía, Eduardo Crespo, son capaces de enrarecer lo cotidiano, como si el entorno estuviera a la par del sentir íntimo de estos personajes marginales y sensibles, en un mundo frío al que agregan calidez. De esta manera, estos paisajes raros se codean con otras marcas estéticas de un género (casi) fantástico. En este sentido, el film dialoga con el cine mismo, se vuelve lúdico, mientras narra una aventura que no por eso sería menos trágica.
Llegados al punto último, deseado, inevitable, quizás Breve historia del planeta verde lo que haya hecho no fuera más que una suerte de trompe-l'œil, un engaño visual tendiente a disfrazar lo brutalmente realista. Ante ese realismo duro, extremo, la respuesta estética que significa esta película adquiere su razón de ser. Al practicar su operación fantástica, el film no sólo logra un cometido poético, sino que denuncia una iniquidad que estuvo todo el tiempo presente, anunciándose. La manera de confrontarla es a través de la poesía, a partir de imágenes capaces de subvertir lo simplemente denotativo, para convertir a la película misma en un artefacto incómodo (para algunos, para algunas). En otras palabras, Breve historia del planeta verde toca una fibra íntima, no exenta de dolor. Un dolor vuelto belleza. A pesar de todo.
Breve historia del planeta verde
(Argentina/Alemania/Brasil/España, 2019)
Dirección y guion: Santiago Loza.
Fotografía: Eduardo Crespo.
Música: Diego Vainer.
Montaje: Lorena Moriconi, Iair Michel Attías.
Reparto: Romina Escobar, Paula Grinszpan, Luis Sodá, Elvira Onetto.
Distribuidora: 3C.
Duración: 75 minutos.
Sala: El Cairo
8 (ocho) puntos