La Semana de Mayo estuvo signada por una serie de acontecimientos políticos relevantes, algunos sumamente amargos, en los que nos detendremos aquí, no por un gusto hacia la criminología o el amarillismo, sino porque nos vemos compelides a reconfigurar la impotencia, el dolor, la angustia y la preocupación de estar frente a lo escandaloso e inadmisible en unas cuantas palabras que no sólo nombren la muerte, sino que impulsen alguna reflexión seria sobre qué nos está pasando y qué estamos aceptando.
El pasado lunes 20 de mayo, un móvil policial persiguió con furia a un humilde y añejo Fiat 147 que perdió el control y se estrelló contra un árbol. La persecución fue registrada por una cámara de seguridad de la ruta y en la filmación puede observarse a un policía asomándose por la ventanilla del auto en marcha y disparando al Fiat 147 o, mejor dicho, a quienes viajaban adentro. La cacería policial provocó la muerte de dos adolescentes de 13 años, una de 12 y un joven de 22. El martes 21 de mayo, mientras nos anoticiábamos de esta masacre, los medios de comunicación daban a conocer un video que ya circulaba por las redes sociales en el que se veían dos hombres prendiendo fuego a otras dos personas que dormían debajo de la Avenida General Paz. Distintas situaciones, distintos agresores que, sin embargo, confirman una misma condena social a los pobres, a los indigentes, a la comunidad trans, a la niñez y la juventud revoltosa (no necesariamente) de origen popular. En fin, lo que enerva es cualquier figura de la disidencia o el desacato respecto al orden patriarcal y capitalista.
Esas vidas son percibidas como desviaciones de la norma social y, por extensión, como violaciones de la ley. Son inmediatamente identificadas con las figuras del delincuente, el vago, el vagabundo, el rastrero, todas asociaciones que deshumanizan el cuerpo a tal punto que se vuelve legítimo dañarlo incluso hasta la muerte. Ambos sucesos testimonian de manera cruel la existencia de ciertas vidas que no logran ser aprehendidas como tales. También muestran el voraz poder asesino del Estado a través de las policías, la impunidad de las Fuerzas de Seguridad, la crueldad civil, el rechazo y la demanda de exterminio de la pobreza y la indigencia. Frente a este escenario, nos preguntamos: cómo entender la legitimidad con la que se inviste la persecución a tiros desplegada por la policía bonaerense; cómo comprender aquellos gritos y gestos de desprecio proferidos en el intento de quemar dos cuerpos arrojados a las más miserables condiciones de vida; en resumen, cómo comprender que la sociedad deshumaniza ciertas vidas.
Estos acontecimientos salpican con sangre el atragantado republicanismo del gobierno nacional, a la vez que nos conminan a desentrañar nuestro presente, a reflexionar con urgencia cómo es posible que ciertas muertes se hayan vuelto no sólo socialmente tolerables sino también exigidas. Por qué la "sensación de inseguridad", repetida hasta el cansancio ante determinados hechos delictivos, no se ve afectada ni aparece ahora como preocupación en ningún medio de comunicación. Por qué la sociedad, y nosotres mismes como integrantes de ella, sentimos repulsión frente a ciertas muertes y no frente a otras.
Ahora bien, si esta violencia descarnada y cruel es posible, es porque ciertas condiciones políticas, sociales, culturales y económicas la habilitan. Judith Butler habla de marcos para referirse a aquellos horizontes socialmente construidos a partir de los cuales se configuran nuestros modos de ser, de sentir y de pensar; marcos que operan para que podamos aprehender -o no- una vida, al tiempo que organizan una experiencia visual y producen sentidos de (y en) nuestras existencias. En esos marcos, también, se conforma nuestro modo de percibir la violencia sobre nuestros cuerpos y sobre los demás. En este sentido, las violencias, particularmente la estatal, aparecen como algo necesario y justificado.
En este sentido, sostenemos que los marcos que tornan posible la gestión diferencial de la vida, la violencia y el afecto no son azarosos. Tanto aquello que reconocemos como parte de un nosotros, en el cual nos sentimos contenides, como aquello que queda por fuera de esta percepción y, por ende, invisibilizado, son resultados de procesos políticamente inducidos. En la Argentina actual la legitimación de la violencia, específicamente de la violencia institucional, es reforzada a partir de algunas decisiones políticas tomadas por las más altas esferas del poder del Estado. Ejemplos claros de ello son la denominada doctrina Chocobar, la desaparición forzada y posterior encubrimiento del asesinato de Santiago Maldonado, el asesinato de Rafael Nahuel, la aparición sistemática de cuerpos sin vida flotando en el Río Paraná…
Asistimos a un despliegue fenomenal de violencias sobre los cuerpos que desafían, con su sola existencia, la norma moderna del sujeto trabajador, propietario y responsable. La construcción de este "buen vecino" (aquel que vive de su trabajo y paga sus impuestos) constituye una operación central en la distribución diferencial de la violencia. Y es a partir de esta operación que es posible pensar que hay quienes "merecen" violencia y quiénes no. Este parámetro de la vecinocracia promueve sentimientos de desdén y odio hacia quienes no han logrado el éxito o, al menos, valerse por sí mismes en la competencia neoliberal. En este sentido, no imaginamos una versión del odio caricaturizada, con la mirada fija y el ceño fruncido. Al contrario, el desdén y el desprecio se expresan a través de la naturalización y la indiferencia: hemos naturalizado una cantidad n de muertes diarias anunciadas por los noticieros seguidas, probablemente, por el reporte del clima.
Así, la población en situación de calle (alrededor de 400 personas en la ciudad Rosario y 8.000 en CABA), no sólo es efecto directo del deterioro económico, de la inestabilidad laboral y de una arquitectura hostil que desplaza activamente del espacio público estas poblaciones -con sus contenedores inteligentes, sus plazas enrejadas y sus bancos reducidos-, sino también de estos marcos interpretativos que nos invitan a construirnos como sujetos emprendedores. Marcos que nos instan a ser individuos que, en la lucha por la supervivencia, debemos procurarnos los soportes de una vida medianamente sostenible, inscribir en el propio cuerpo la leyenda del deber moral de gestionar nuestras desgracias, de las cuales, además, somos les úniques responsables.
Como consecuencia, odiamos al otro que no sólo no supo qué hacer con su vida, sino que además se cruza en la nuestra con su "despreciable" cuerpo ocupando el banco de la plaza que preferimos pulcro y vacío, con sus ropas malolientes, sus manos callosas hurgando en nuestra basura, su mirada esquiva y su indigno e inmerecido resto de vitalidad.
No nos sorprende, entonces, ver a dos hombres arrojando combustible para incendiar a dos personas (sí, es literal, derramar nafta y encender un fósforo). Provocativamente, diremos que esta acción repudiable es la manifestación violenta extrema de un racismo explícito y cotidiano que configura una trama social de rechazo frente a la otredad, en su versión de marginalidad. Si pensamos este escenario a través de ciertos marcos, serían aquellos que generan afectos ligados al odio, al enojo y al deseo de inmunizarnos eliminando la otredad. Dicho de otro modo: las formas culturales en las que se regulan las disposiciones afectivas tienen una materialidad profunda y contundente que se encarna en los cuerpos, protegiendo y haciendo vivir ciertas vidas y, al mismo tiempo, dejando morir o avalando y demandando el exterminio de otras, esas otras radicalmente otras sobre las que caerá la espada aleccionadora del orden y la moral, o su equivalente en balas y kerosene.
*PEGUES/ Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales/ UNR