El Museo de Arte Moderno presenta una muestra retrospectiva de Flavia Da Rin (Bs. As 1978), ¿Quién es esa chica?, con curaduría de Laura Hakel, que incluye 250 obras. Se trata de la primera retrospectiva de la artista.
Como describe la gacetilla de prensa del museo, FDR “comenzó a desarrollar su obra en la época del cambio de milenio, un momento de efervescencia tecnológica en el que la realidad virtual, los chats, las selfies y los avatares empezaban a dinamizar las formas de representación de uno mismo. Por medio de la manipulación y del retoque, la artista explora todas las dimensiones posibles del autorretrato en la era digital y las fusiona con escenas complejas, cargadas de expresividad”.
Según pasan las series, se puede ver el interés de la artista por la feminidad, por el lugar de la mujer artista, los estereotipos, por ciertas formas cristalizadas de géneros narrativos, por los homenajes a artistas mujeres de las vanguardias.
El núcleo de la mayor parte de las obras exhibidas consiste en autorretratos fotográficos retocados de FDR. El rostro de la artista multiplicado en distintos personajes y autoficciones, en diversos contextos de imaginación exuberante, que citan, parodian y homenajean la historia del arte, del cine, del manga, de la televisión de otra época. Las imágenes van haciéndose más complejas hasta llegar a un preciosismo notable.
La deformación que más utiliza la artista es la de agrandar los ojos, tal como se ve en el manga japonés.
En uno de los textos del catálogo, Rafael Cippolini escribe que “el origen de los ojos grandes en el manga y el animé es una convención inaugurada inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial por Osamu Tezuka (el padre de Astroboy, pero también del león blanco Kimba y del oscuro médico Black Jack). Tomando nota de las creaciones de Walt Disney, Tezuka impuso personajes de enormes ojos con la idea de dotarlos de mayor expresividad”.
También podría pensarse que el reemplazo de los ojos rasgados japoneses por grandes ojos occidentalizados formó parte de los efectos de la capitulación de Japón, luego de los bombardeos atómicos norteamericanos sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki. La concesión de esos ojos desorbitados sería entonces hija del horror.
En los varios años que lleva el imperio de las selfies y de los filtros fotográficos en aplicaciones telefónicas que cambian los rostros, gran parte de estos autorretratos proliferantes, más allá de su carácter circunstancialmente anticipatorio, pierde sentido. En parte, también, porque los espectadores están muy entrenados en las selfies, en el lenguaje publicitario y en las producciones de Disney.
El bovarismo digital del que emerge tanta autorreferencialidad, junto con el gesto contínuo de zambullirse en su ombligo, terminan contagiando al espectador cierto hartazgo que la propia artista expresa varias veces a lo largo de la conversación con sus maestros, Guillermo Kuitca y Diana Aisenberg, que se reproduce largamente y de manera fragmentaria en el catálogo.
Uno de los riesgos de que la multiplicidad y la proliferación (especialmente alrededor del yo) se transformen en procedimientos, es la suma cero. Por el contrario, la frecuentación de las artes (de las artes visuales, la música, la literatura, el cine, el teatro, la danza, de todas las artes) y la búsqueda de conocimiento podría suponer un modo de salir del ensimismamiento, de abrevar en lo otro.
La artista lo supo o lo intuyó e introdujo un gran cambio en su obra a partir de 2012, verificable en cuatro series encantadoras, que se agradecen: Naturalezas muertas, de 2012; Terpíscore entreguerras, de 2014; Autorretrato, de 2016, y Espíritus, de 2018.
La primera serie (Naturalezas muertas) parece surgida de un gesto simple. En lugar de hacer foco en sí misma, gira y posa la mirada en el cotillón que utiliza en sus fotos: FDA no aparece en estas imágenes.
La segunda serie (Terpíscore..., por la musa de la danza), consiste en fotos en blanco y negro de formato pequeño, en la que la artista homenajea, casi como un clon (y luego como un clown) a bailarinas y coreógrafas de las vanguardias de los años veinte y treinta: Lizica Codreanu, Giannina Censi, Valeska Gert y Martha Graham.
Y en ese cambio es complementa el gesto que va, en términos del cine de Woody Allen, de Zelig a Medianoche en París, de lo camaleónico al viaje al pasado, entre artistas admiradas.
El conmovedor conjunto Autorretrato también se compone de fotos pequeñas en blanco y negro, sin retoques (qué alivio) en donde la artista posa con sus hijos pequeños a cuestas: ella, su hijita y su bebé desnudos, en una serie de movimientos y equilibrios inestables, como modo de corporizar el goce y el peso de la maternidad, y hacerla compatible con su trabajo. Aquí también hay citas de otras madres y artistas de la historia.
La cuarta serie, Espíritus, consiste en fotos en color de cabelleras con vegetaciones, algas, corales y medusa, pintadas por encima con acuarelas. En este grupo de piezas FDA se ausenta.
El último capítulo de la muestra es un espacio en el que se escenifica la habitación-taller de la artista que hacía sus primeros pasos. Un capricho innecesario, porque da información excesiva.
* En el Museo de Arte Moderno, Av. San Juan 350, hasta el 7 de octubre.