La felicidad, cuando no se la pueda exteriorizar, no es felicidad. Es otra cosa. Un sentimiento ahogado que atraviesa el sistema sanguíneo, los transmisores nerviosos e, inclusive, el aparato digestivo, pero es atajado a tiempo por los sentidos. Algo así me pasó el otro día en la cancha de Laferrere cuando fui a ver a mi equipo, Excursionistas, rodeado por 15 mil hinchas locales. Me fui en bicicleta, como siempre, después de abandonar un asado con amigos en el preciso instante en que salían los choris. La abnegación, a veces, se parece a la estupidez.

La vorágine, condimentada por policías que maltrataban a la gente que se apuraba por entrar a la cancha, propició que me pudiera meter por una puerta sin saber adonde conducía, y me encontré en medio de los hinchas de Laferrere. Me guardé la acreditación de prensa en el bolsillo.

Quince mil tipos cantando al mismo tiempo y yo sacando mi libretita y una birome para hacer como que anotaba las incidencias del partido. No le tenía miedo a la posibilidad de “venderme” con un exabrupto porque, a lo largo de estos últimos años, fui educando mi temple hasta alcanzar los niveles de ascetismo expresivo de un monje zen. Pero debía evitar hasta el mínimo rictus que delatara mi condición de hincha visitante. Ensayé, como otras veces, la táctica de mimetizarme con ciertos gestos que acompañaran los hábitos corporales de la mayoría: me agarré la cabeza cuando un jugador de ellos se perdió un gol increíble, aunque en este caso la reacción fue artificialmente sincera y no ofendió mi honor, porque obedecía a un error grosero de nuestra defensa. Total normalidad.

En un momento toda la cancha se puso a cantar “Ay ay ay ay/son las putitas de la Capital”, en referencia a Excursionistas, y yo sentí que me lo estaban cantando a mí. El cantito, además, me expuso a una contradicción de clase: tanto Laferrere como Excursionistas, que se odian, tienen como apodo “Los Villeros”, pero en Lafe el mote es un grito de autoafirmación que responde claramente a la realidad del lugar; en el caso de Excursionistas es una reivindicación casi simbólica, porque remite a la mítica villa del Bajo Belgrano, extirpada antes del Mundial 78 por la última dictadura militar. Hoy Excursionistas es un club pobre encapsulado en un barrio rico. Así que yo, autoproclamado defensor de los derechos de los trabajadores y de las clases populares, me sentía ahí, casi, casi, como si fuera un representante del capital transnacional concentrado.

Pasé con aplomo las dos pruebas de fuego: frente al gol de Excursionistas me sumé a la desazón general con un comentario supuestamente para mí mismo: “¡Es increíble, no se puede creer...!” Y ante el gol de ellos me quedé inmóvil, apenas maldiciendo a través de una puntada en el estómago, pero me vi favorecido por la euforia general, que me sepultó en el anonimato.

Llegó la definición por penales, que es de las peores cosas que le pueden pasar a un hincha de fútbol. Decidí abandonarme. Resignarme a la fatalidad. Que sea lo que Dios quiera, total esto es un deporte, se gana y se pierde, hay temas más importantes en la vida. Los jugadores de uno y otro equipo fueron convirtiendo sus respectivos penales, uno tras otro, completaron la serie de cinco y los muy hijos de puta siguieron pateando, hasta llevar mi supuesta prescindencia emotiva al límite de la agonía. En el penal número 15, Budiño, el arquerazo de Excursionistas, contuvo el remate del jugador de Laferrere. El silencio que se produjo en el estadio fue como si de repente se hubiese detenido el mundo. El mismo Budiño tomó la pelota y metió el último penal, sellando la clasificación de Excursionistas para la final del torneo de la Primera C.

Aquí es cuando debo volver a las primeras líneas de esta crónica. Porque en ese momento me sentí vacío de felicidad, valga el oxímoron. Ni siquiera me dominaba la satisfacción morbosa frente el espectáculo del dolor ajeno. Era un éxtasis frío, impersonal.

A la salida, cuando fui a abrir la cadena de la bicicleta atada a un árbol, un tipo se me adelantó y se me puso enfrente. El enésimo escalofrío de la tarde me recorrió el cuerpo. Era un hombre de unos 40 años, gordo, con cara de haber perdido una final por penales hacía cinco minutos. “Acá en Laferrere tenemos códigos”, me dijo. Se dio media vuelta y se fue. No sé cómo llegué a la estación. Me tomé una cerveza en un bar del centro de Laferrere, porque no daba más. Quise chatear por whatsapp con mis amigos de Excursionistas pero me temblaban los dedos mientras escribía. Cuando entré a la estación descubrí que no funcionaban los trenes. Estaba oscureciendo.

Me tuve que volver en bicicleta por la ruta 21; doblé a la izquierda en la avenida Cristianía, atravesé todo el partido de La Matanza, Isidro Casanovas, Rafael Castillo y llegué a Morón, donde me tomé el tren Sarmiento a Once. Me relajé un poco escuchando a una chica que deleitó a todo el vagón con una increíble versión feminista de “La bifurcada”, de Memphis la Blusera. Pero ahí recordé que tenía entradas para ver la tragedia griega “Edipo Rey” en el teatro Cervantes. Un minuto antes de que comenzara la función mi novia me vio llegar, todo transpirado; sonrió y puso cara de “no cambiás más...”. No puedo decir si la obra me gustó o no me gustó. Mientras el pobre Edipo se estaba arrancando los ojos después de descubrir que había matado al padre y se había casado con la madre, a mí me venían a la mente la atajada de Budiño, el silencio de los hinchas de Laferrere y los códigos que me dejaron salir vivo del barrio. Recién ahí fui feliz.