ENTRE EL EMBARGO NORTEAMERICANO Y LA DICTADURA DE SADDAM
EN LA RUTA DEL CONTRABANDO IRAQUÍ
Por Eduardo Febbro Los ojos negros y vivaces escrutan la noche cerrada. Mansur detiene el auto unos metros antes de la frontera y se abstrae en una plegaria profunda. "Tenemos una hora con el miedo a cuestas", dice aferrado al volante, esperando que alguien, desde el fondo de la noche, encienda los faros en señal de que la operación puede empezar. Pide un cigarrillo que no enciende y calcula que si todo sale bien, con este viaje va a ganar lo suficiente para comer con "decencia" durante varios meses. Entre la frontera iraquí-jordana y Bagdad hay cerca de 1200 kilómetros que, con el embargo, se han convertido en la arteria comercial de una flota de contrabandistas que abastece a la capital de todo lo que le falta: gaseosas, remedios, pañales, telas, tinta, jabón en polvo, dentífrico, aspirinas y hasta fósforos. Mansur espera esta noche un cargamento de paneles de celulosa y antibióticos que debe entregar "a un revendedor de Bagdad que abastece a los barrios ricos". Los faros de un auto se encienden a lo lejos y él respira aliviado: "Goo" --dice en un inglés seco e imperfecto. Devuelve las señas y avanza despacio, en segunda--: "Si hay guardias en la frontera yo no me encargo. Es el otro que les paga", explica mientras pide fuego y aspira el humo del cigarrillo con paciente concentración. Las sombras se mueven rápido. Dura más la discusión por el pago que el tiempo que hizo falta para cargar el auto. Mansur sentencia con optimismo: "Si no hay policías en el camino y el auto no se rompe, a las 2 de la tarde llegamos a Bagdad". La ruta es larga. El conduce contando con los dedos la suma que, admite resignado, le cobraron de más. "No es mucho --asegura con una sonrisa triste--, lo voy a recuperar con la nafta." Con un salario medio de 8 dólares por mes los iraquíes sucumben poco a poco a la extensa guerra del Golfo. "Para ustedes --explica-- la guerra se acabó hace siete años. Pero nosotros la sufrimos cada día. Sigue ahí, como un cuchillo que nos saca poco a poco la sangre. Cuando lleguemos a Bagdad le voy a mostrar algo. La guerra es como un túnel del tiempo. El país está metido ahí desde hace siete años." Cuatrocientos kilómetros más adelante Mansur se desvía del camino y se interna en una ruta accidentada que conduce a lo que él llama "la carpa". Es un refugio temporal donde los miembros de esa interminable flota de contrabandistas se detienen para cambiar informaciones. Parece un bar de una película de ciencia ficción. Hay decenas de choferes que pertenecen al "escuadrón humanitario" que hace contrabando entre Jordania y Bagdad. También hay occidentales que pagaron el viaje hasta la capital iraquí. "Estamos entre hermanos", dice un chofer que transporta a dos holandeses y una sueca que van a Bagdad a cooperar con un programa humanitario. Rahud cuenta que siempre contrabandea con culpa: "Con dos viajes por mes gano 8 veces más que lo que aquí se paga por año. Además hago el bien, a los míos y a los demás". El embargo internacional es un jugoso negocio para muchos iraquíes. Mansur tiene tres autos y un "arreglo" con varios señores de la capital: "El jabón en polvo, el dentífrico y el papel para escribir es lo que más hace falta". Por eso los puestos instalados en la frontera jordana parecen supermercados de provincia. Hay hasta viejos juguetes de plástico, películas para foto, goma de pegar y pomadas para los bebés. "Cuente todo lo que vea --recomienda un chofer--. Diga bien que nos estamos muriendo de a poco." Mansur maneja con los ojos pegados a la ruta, sin pestañear nunca. 70 kilómetros antes de llegar a Bagdad se desvía de nuevo para recoger a un pasajero que va a la capital. "Es un intelectual. El sabe muchas más cosas que yo y le va a explicar mejor lo que es vivir en un infierno." El hombre tiene desconfianza pero, cuando Mansur le explica quién es el pasajero extranjero, Yussef Mircial exclama: "Estamos cansados. Irak es como una cárcel. Por un lado EE.UU. y el embargo internacional, por el otro el régimen. Hay que subsistir entre dos fuerzas destructoras". Las cifras proporcionadas por los organismos humanitarios no falsean ni exageran la realidad. La máquina de guerra occidental y las espadas de Saddam Hussein provocaron decenas de miles de víctimas en Irak: "Los que estamos vivos nos sentimos muertos", confiesa Yussef. La anomalía aritmética de la población es la prueba más evidente del desastre. Según las agencias humanitarias de la ONU instaladas en Bagdad, entre 400 mil y 600 mil niños murieron prematuramente a causa del embargo y las drásticas limitaciones que impone. "Cada año, 4500 niños mueren en los hospitales iraquíes, uno de cada ocho se mueren de neumonía y en la mitad de los casos la diarrea es fatal", revela a Página/12 un empleado de la Unochi, la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de la Ayuda Humanitaria. En Bagdad hay 4 millones de habitantes y, hasta que Francia entregó 300 ambulancias, sólo existían 12 en toda la ciudad. El "hissar" --embargo-- y la bandera norteamericana son los símbolos del mal en Bagdad. Todo lo inimaginable es aquí palpable. En las escuelas ni siquiera hay lápices suficientes porque el grafito de las minas figura entre los productos "prohibidos por el comité de sanciones porque dicen que podemos usarlo para enfriar las centrales nucleares", adelanta una profesora cristiana. Yussef asegura que todo es inútil: "Saddam Hussein tiene todo lo que hace falta para sobrevivir. Es un campeón de las causas perdidas y de las batallas imposibles. Ahora va a ser peor que antes porque esta vez ganó la guerra sin un solo disparo". Mansur advierte que enseguida llegaremos a ese lugar que él describe como el "reloj de la nación iraquí". La fecha y la hora de la muerte, dice, "están ahí, eternamente presentes". Y tampoco miente. El Aeropuerto Internacional Saddam Hussein es un palacio vacío, una escena lujosa abandonada antes de una invasión. El reloj de Mansur está ahí: en la pizarra de vuelos aún figura el anuncio del vuelo 016C de Aerolíneas Iraquíes con rumbo a Frankfurt. La fecha es enero de 1991. Desde entonces ningún avión comercial aterriza en las pistas. Sólo la ONU y la ayuda humanitaria dan vida momentánea el reloj de Mansur. En los barrios ricos de la capital, Milba o Mansur, el embargo también se siente, aunque el contrabando ayuda. La ruina que se percibe en Bagdad no es sólo económica. Los rostros de la población son duros y famélicos como sus lenguas, amordazadas por el terror de un régimen que controla la respiración de cada ciudadano. La ruina psicológica está en la atmósfera. "El absurdo no tiene límites", dice una empleada de la ONU. "Mientras los cowboys estén acá, este país sufrirá la tortura." Los cowboys son también miembros de la ONU, pero no del programa humanitario sino de la Unscom, el organismo encargado de supervisar el desarme iraquí. En Bagdad, la Unscom y los humanitarios se detestan. Los "expertos" en armas apodan a los humanitarios los "defensores de los conejos iraquíes". La guerra entre ambos parece irreal. Los integrantes de la Unscom, que comparten el edificio del Hotel Canal con los humanitarios, hicieron imprimir camisetas con la mención: "Prohibido a los bunny huggers". También hay corredores y puertas con la misma inscripción. Los militares "tienen la actitud y la arrogancia propia de los militares", explica un humanitario. No hay nada que hacer: "Ellos están acá para matar al pueblo iraquí, nosotros tenemos otra misión. Es la supervivencia".
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