LA EXPLOSIÓN DE LOS SEPARATISMOS Un nuevo fantasma recorre Europa: el de la desintegración del Estado-Nación. Desde la ex Yugoslavia hasta Irlanda, el País Vasco, Rumania, Bélgica, Italia y la propia ex URSS, la etnicidad se ha convertido en una fuerza centrífuga. Estas notas explican la Europa que se viene.
El continente europeo concentra un máximo de heterogeneidad en un mínimo de extensión. Esta verdad es el lucro de las agencias turísticas, que proclaman sin afectación "Veinte países en quince días". Pero cuando Charles De Gaulle anunciaba una Europa única del Atlántico a los Urales, lo hacía afectadamente, para inquietar a la OTAN en una Guerra Fría aún no saldada y no porque estuviera convencido de su viabilidad en el corto plazo. Los años le dieron la razón a las sospechas del general que se salteaba la Cortina de Hierro, y la década de 1990 vio más desmembramientos en el contexto del Estado-Nación (Checoslovaquia, Yugoslavia, la ex URSS) que unificaciones (Alemania). La revolución norteamericana de 1776 y la Francesa de 1789 proclamaron el ideal de un Estado-Nación capaz de trascender dentro de sí todas las diferencias (lingüísticas, étnicas, religiosas), y de canalizar las demandas de todos los sectores a través del libre y democrático juego por el poder. Pero el mismo De Gaulle sabía que la regla de la mayoría dejaba para siempre fuera de la autodeterminación a grupos enteros que ni siquiera habían sido preguntados cuando se trazaron los límites de los estados que los contenían. De Gaulle no era enemigo de introducirse en los asuntos internos de otros estados. Fue capaz de gritar "¡Viva Québec libre!" en Canadá y de decir que recibiría a los belgas de lengua francesa si quisieran separarse de los flamencos del Norte. Como su sucesor el actual presidente de Francia, el gaullista Jacques Chirac, insistía peligrosamente en los vínculos más "naturales" de la unidad lingüística por sobre los "artificiales" del Estado liberal, fruto de la Ilustración. Las noticias de las últimas semanas sobre el conflicto en Kosovo y la propuesta de solución para el País Vasco muestran en los dos extremos de Europa, España y los Balcanes, minorías étnicas que quieren la independencia. La Unión Europea está empeñada en que no lo consigan. Por debajo de la Europa que oficialmente corre a la unificación, y donde los países unificados corren detrás del euro, existe un movimiento subterráneo y centrífugo de reclamos separatistas, federalistas o regionalistas. Estas reivindicaciones son tanto más violentas porque no consiguen expresarse a través de las formas bien educadas de democracia parlamentaria establecidas por los vencedores de 1945, y que han resurgido en el Este después de la caída del Muro. Casi ninguno de los países europeos carece de estos conflictos, que varían en intensidad pero no en naturaleza: catalanes y vascos en España; corsos y bretones en Francia; flamencos y valones en Bélgica; la Liga del Norte en Italia; los problemas de Irlanda del Norte, Gales y Escocia para Gran Bretaña; los albaneses en Yugoslavia y Macedonia; los húngaros en Rumania; el conflicto del Jura en Suiza; Chechenia en Rusia. La lista no es exhaustiva, ni siquiera para los estados mencionados. Desde que el regionalismo autonomista entró en el primer plano de la política europea occidental en la década de 1970, y en la oriental se hizo visible a partir de 1989, el efecto fue más de contagio que de aplacamiento, y surgieron movimientos regionalistas donde antes no habían existido. Fue el caso de los nuevos partidos surgidos, dentro de España, en Andalucía y las islas Canarias; en estas últimas cautivan a un cuarto del electorado. Los partidos regionalistas obtienen mejores resultados en las elecciones municipales y en las de los Parlamentos de las regiones autónomas --cuando las hay, como en España--, que en los escrutinios nacionales. Esto demuestra la existencia del doble fondo centrífugo que se opone a la tendencia más espectacular de la carrera europeísta. Si por un lado hay un crecimiento moderado de los partidos periféricos respecto de los nacionales, por el otro, y más significativamente, hay un desdoblamiento del comportamiento del elector, que vota "nacional" en las elecciones legislativas, y "regional" en las locales.
Del regionalismo a la independencia Existe una escala con matices nada engañosos entre regionalismo --defensa cerrada de los intereses locales--, federalismo, autonomismo y separatismo independentista. Incluso entre los que aspiran a la independencia política hay que distinguir los movimientos que tienen en su seno o en paralelo a un ala armada guerrillera o terrorista. El IRA, la ETA y el Ejército de Liberación de Kosovo son ejemplos de esto último: son minorías dentro de minorías. Dentro de los separatismos, la hipótesis máxima de conflicto se da cuando se suman las diferencias lingüísticas, religiosas y étnicas, como con los albaneses musulmanes de Kosovo enclavados en una Serbia eslava y ortodoxa. Para mayor peligro, los albaneses no están solos: son naturalmente mayoría en Albania, y más del 20 por ciento en Macedonia, dos países limítrofes. Cuando las diferencias son débiles, se trata de enfatizarlas con programas culturales, como la enseñanza, si fuera posible compulsiva, de los idiomas (vasco, catalán o lenguas celtas) sometidos por el glotocentrismo de las capitales imperiales (Madrid, Londres o Roma). Hasta la Liga del Norte, en Italia, insiste en la riqueza única y peculiar del dialecto lombardo. La propuesta realizada por el presidente del gobierno vasco José Antonio Ardanza para que la ETA renuncie a las armas tuvo el mérito de poner como base del diálogo el eje de todos los desencuentros entre separatistas y gobiernos centrales. Ardanza admitió una negociación donde nada quede fuera, ni siquiera el derecho de autodeterminación de los vascos. Los partidos nacionales mayoritarios españoles, el gobernante y derechista Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español, quedaron escandalizados por una audacia que en realidad no es tal. El jefe del Partido Nacionalista Vasco, de observancia democristiana, sabe bien que en un referéndum los prósperos vascos no votarían por la secesión, más acá de cualquier ilegitimidad constitucional que en Madrid quisieran atribuirle a una consulta popular de esas características. Es precisamente de autodeterminación de lo que no quiere oír hablar el gobierno de Yugoslavia, que prefiere identificar separatismo con terrorismo. De lo único que están dispuestos a conversar con Ibrahim Rugova, líder de la Liga Democrática de Kosovo, es de una mayor autonomía, que equivale a autodeterminación en el marco de Serbia. Pero el presidente yugoslavo Slobodan Milosevic no es en definitiva diferente del jefe de gobierno vasco Ardanza. Lo que ninguno de los dos quiere es perder, y los dos saben que la autodeterminación es el punto en debate.
Ricos y pobres se separan Una taxonomía fácil de los reclamos autonomistas es la que los clasifica en separatismos de los ricos y separatismos de los pobres. Ambas son formas de egoísmo colectivo, pero en las segundas se trata de la subsistencia, o de una situación de desventaja relativa. Una de las formas del separatismo es fiscal: los ricos no quieren dar de comer a los pobres, los que trabajan no quieren subsidiar el desempleo de los que no. Es el separatismo de la Italia del Norte, que cree que después de Roma empieza el Africa; de los flamencos que no quieren que su trabajo vaya a pagar el seguro social de los valones francófonos, católicos y derrochadores; de los catalanes que se creen la Suiza de España. El mismo grupo puede pasar de la lógica de los pobres a la de los ricos, como ocurrió en Escocia después del descubrimiento del petróleo en sus costas. Los contextos políticos son también distintos. En Occidente, las formas sofocantes y claustrofóbicas de organización de las democracias dejan poco espacio para la disidencia. La dificultad de ingreso al sistema partidario nacional hizo que se buscaran otras formas de movilización social y política, tanto para la izquierda, que pasó de la dialéctica al dialecto, como para la derecha xenófoba que siempre había estado ahí, con la sangre, la tierra y el cura. La misma asfixia del sistema político está en el origen del terrorismo de los '70 (Brigadas Rojas o Baader Meinhoff), del ecologismo, del pacifismo. Europa oriental, en cambio, vive las secuelas de la caída de tres imperios: el austríaco, el otomano y el ruso. Si los dos primeros se disolvieron con la Primera Guerra Mundial, el último lo hizo recién con el fin de la Guerra Fría. Mientras el poder soviético no había perdido su eficiencia, los problemas de las nacionalidades eran resueltos por una represión brutal (también la solución en la España del Generalísimo Franco). El remedio más radical era la deportación: al acabar la Segunda Guerra Mundial, los tártaros de Crimea y los alemanes del Volga fueron trasladados al Asia Central. Con la perestroika, las tensiones nacionales fueron las responsables de las nuevas fronteras de los países bálticos, Ucrania o Moldavia. Más aún, puede decirse que el accionar y reaccionar de las minorías fueron el principal motor histórico: la represión de la minoría húngara contribuyó de manera determinante para la caída de Ceaucescu en Rumania, y las presiones de eslovenos y croatas contra el poder central serbio provocaron la primera división de Yugoslavia. Este apresuramiento por separarse de marcos nacionales tiene su reverso exacto en las demoras de países como Noruega para incluirse en una estandarización europea que implica la renuncia a decisiones que querrían conservar autónomas. Si el regionalismo varía en sus móviles y en sus métodos, también lo han hecho las respuestas de los estados nacionales. Las más sabias han sido y prometen ser aquellas que no refutan la legitimidad de los reclamos en nombre de un orden jurídico que inexorablemente protege a los centros. En España, la solución que se encontró después de 1975 parecía hacer realidad las peores pesadillas de Franco en su agonía. Fueron franquistas moderados los que negociaron la transición, dividieron al país en regiones y les concedieron autonomía. Esta política, conocida como "café para todos", desmanteló el Estado centralista que era el orgullo del nacionalismo español; sus límites se vieron en el País Vasco, donde querían más que la autonomía. Gran Bretaña, la madre del constitucionalismo y del parlamentarismo, llegó a la más pacífica de las soluciones el año pasado con Escocia y Gales, donde la "devolución" de facultades concedidas al gobierno central fue plebiscitada. Y es posible que llegue a un acuerdo con el Sinn Fein, el brazo político del IRA, con el apoyo de Irlanda, que pondrá término al problema del Ulster.
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