De perros, gatos y autos Por Julio Nudler |
Según
datos del Instituto Pasteur, en la Capital viven y ladran 400 mil perros, muchos de los
cuales se dedican a perseguir a los 116 mil gatos que también la pueblan y que, por su
parte, tratan de cazar a los 93 mil pájaros enjaulados que mantienen los porteños,
además de 58 mil ejemplares de otras especies más o menos domésticas. Los economistas,
pese a la contundencia de las cifras, jamás incluyen en sus cálculos a la fauna
ciudadana. Es obvio que más de medio millón de perros y gatos, con su instintiva
propensión a la predación y el consumo, ejercen una influencia decisiva en la demanda
agregada y explican la creación de empleo en varias industrias y en el sector servicios,
desde las prepagas veterinarias hasta los paseadores. Cualquier medida que afecte a la
población zoológica repercutirá decisivamente sobre la economía. Otro tanto puede decirse del proyectado impuesto adicional de 1% a todo el parque vehicular, pensado para obtener e invertir $ 700 millones anuales en educación. En apariencia, un tributo de un punto no puede perjudicar a un mercado que, como el automotor, fue uno de los más dinámicos de esta década. La idea parece incluso simpática y hasta progresista: gravar a los dueños de autos para profesionalizar y retribuir mejor a los maestros. Pero no es así. Primero, porque muchos de esos vehículos son bienes de producción y no bienes suntuarios, condición que sólo puede atribuirse a una clase de automóviles y ciertas motos, barcos y aviones. Si sólo se gravase esta franja, la recaudación sería pobre. Por tanto, la ampliación de la base de este tributo, incluyendo bienes productivos y no suntuarios, no es un defecto del proyecto sino la condición para que tenga sentido fiscal. En segundo lugar, este impuesto castigaría un mercado muy dinámico, abastecido en gran medida por producción local, por lo que, en última instancia, percutiría sobre el ritmo de crecimiento de la producción industrial, retardándolo. También hay que contar con la represalia de Brasil, que no aceptará pasivamente que sus rodados sufran en la Argentina un gravamen adicional. Es obvio que este impuesto contradice la orientación "ofertista" de la política tributaria, que aplicó Domingo Cavallo junto con la convertibilidad para bajar los costos de producción y acelerar el crecimiento de la economía, que por sí solo generaría más recaudación. Es difícil encontrarle a este proyecto una mínima coherencia con el régimen tributario vigente. Pero, además, apela a un nuevo impuesto específico --tal como en el Proyecto Laura: gravar las naftas para construir autopistas--, tendiendo a convertir al fisco en un conjunto de alcancías separadas, con un lobby detrás de cada una, y cada vez mayor rigidez en la estructura del gasto. La propuesta es más absurda aún porque en la Argentina la recaudación de Ganancias es escandalosamente baja, tanto por exenciones tan inexplicables como la de los dividendos o la de la renta de los activos financieros, entre otras, como por la enorme evasión, que también afecta al IVA. En los últimos años el Gobierno (y el Parlamento y la Justicia) no mostró voluntad política ni capacidad administrativa para lograr que Ganancias recaude porcentajes de PBI similares a los de otros países, que suelen triplicar o cuadruplicar los argentinos. La diferencia no son 700 millones: se mide en muchos miles de millones anuales. Proponer un impuesto a todo lo que se mueva sobre cuatro ruedas se parece a esas iniciativas que, para resolver los males urbanos, se ensañan con todo lo que camine en cuatro patas.
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