|
Por Eduardo Fabregat La dilatada presencia de los Rolling Stones en Buenos Aires, el hecho de que sea su segunda visita, la incomparable respuesta popular que provoca hacen que vivir una noche Stone sea casi una cuestión cotidiana. El lunes el grupo inglés convocó 60 mil personas al Monumental por segunda vez, el concierto pudo ser apreciado simultáneamente en directo por un canal de aire, y ya no se habla de cinco shows sino de seis, dando por descontada la segunda función Stones/ Dylan para el domingo 5. Para el pueblo rockero, en estos días, la bandera cambió el sol por una provocativa lengua. Y en eso no tienen cabida las apreciaciones nacionalistas. Pero, como contracara, la cotidianeidad Stone hace aflorar los peores vicios del público argentino. Hacía mucho tiempo que un artista no debía interrumpir su actuación ante las agresiones de la gente, y Meredith Brooks tuvo el dudoso honor de colocar --vía piedrazo-- su nombre en la lista, al retirarse en el segundo tema, "Bitch", entre una lluvia de objetos. En otras épocas, la sola posibilidad de que algún disturbio entorpeciera la realización de otro show internacional mantenía a raya a los inadaptados de siempre. Hoy, claro, ver a Jagger contonéandose es cosa habitual. Y que la guitarrista --que cometió la torpeza de creer que el recurso de la camiseta argentina, que tan bien había servido a Axl Rose o U2, funcionaría de manera idéntica con ella-- haya bajado del cartel en medio de protestas por "unos pocos imbéciles que lo arruinaron todo" (Brooks dixit) no le preocupa a nadie. ¿A nadie? En el estadio y alrededor se comprobaron otras costumbres argentinas. Los verdaderos discapacitados debían pasar la penosa prueba de demostrar su incapacidad, mientras una y otra vez se repetía el milagro de ciegos que recuperaban la vista e inválidos que volvían a salir, al trote, de la mano de un control. En todos lados se acentuaba el efecto de sentir que "esto es grosso, pero la cita de honor es el sábado", ubicando el foco más allá de un segundo show en el que, lujos de ganador, los Stones elegían tocar "Anybody see my baby?" en lugar de "It's only rock'n'roll". Entre las columnas doradas, el grupo volvió a manejar la masa a voluntad, y cuando una botella voló al escenario, Jagger --quien se solidarizó en camarines con la cantante agredida-- la devolvió con la misma furia, con un mensaje claro: "Guarda, muchachos, que yo no soy Meredith Brooks". El público delira, y ellos se divierten. Mientras el ascensor que va de los palcos a la salida es escenario de raros encuentros --Caniggia, el polaco Arzeno, Calamaro--, llueve papel picado y explota el escenario y 60 mil gargantas se desgañitan con "Brown sugar". Arriba animan la fiesta un abuelo que deja gastadas las tablas y húmedas las prendas femeninas, un calavera de andar inigualable y golpes simiescos al pecho, un baterista tan callado como ruidosas las ovaciones a su persona, y el Piojo López del rock, Ron Wood, que no es un gran guitarrista pero es gracioso y anima las concentraciones como nadie. Claro que el Passarella que lo banca a muerte es Keith Richards que, para evitar el molesto trámite de andar declarando yates, se mudó a Francia. Pero ésa es otra historia.
|