Queridos amigos: Tengo mucho que agradecer y a muchos a quien hacerlo: a los organizadores de este encuentro y al Ateneo de Madrid que lo cobija; a ustedes, los aquí presentes, que dan calor solidario al sufrimiento que busca conocer el destino de familiares desaparecidos por la dictadura militar argentina; a Manuel Vázquez Montalbán, quien supo precisar los alcances de esta charla, porque, en efecto, no sólo hablo por mí sino por "entrañables gentes que al negarse a olvidar impiden la segunda muerte de las víctimas y el crimen perfecto de los verdugos"; a los medios de información españoles, que prestan una atención sostenida al desenvolvimiento del proceso que el juez Garzón instruye contra esos criminales. En la madrugada del 24 de marzo de 1976 un comando militar secuestró a mi hijo Marcelo Ariel, de 20 años, a mi nuera, María Claudia Irureta Goyena, española, de 19 y encinta de 7 meses, y los llevó al campo de concentración Automotores Orletti, ubicado en plena Capital Federal. Mi hijo fue asesinado de un tiro en la nuca disparado a menos de medio metro de distancia y su cadáver fue ocultado en un tambor, rellenado con cemento y arena, que arrojaron a las aguas del Canal San Fernando, próximo a la Capital. Hallaron sus restos 13 años después y fue una suerte de consuelo poder darles sepultura, arrancar a mi hijo de la noche y la niebla genocida, cumplir así con una ley humana que viene del fondo de los siglos, y es básica para la cultura universal. Pero nada se sabe del destino que corrieron María Claudia y su bebé, niño o niña, que ella tuvo en cautiverio, y del que existe una sólida presunción de vida. Por eso estoy aquí, en Madrid. Vine a solicitar que la justicia española investigue qué pasó con mi nuera y su bebé, mi nieto o nieta. Es algo que hace bien y que hace mal. Bien, porque este acto jurídico me ha permitido por primera vez dar testimonio ante la ley de los hechos ocurridos con vistas a que se investiguen realmente, se establezcan las responsabilidades del caso y se fije el castigo que a los criminales corresponde. Es una posibilidad totalmente ocluida en la Argentina: la reciente derogación de las leyes de punto final y de obediencia debida con las que el gobierno de Alfonsín protegió a miles de secuestradores, torturadores y asesinos que deshonraron su uniforme, no habilita la apertura de los procesos que merecen. Esas leyes han sido derogadas, pero sólo su anulación terminaría con sus efectos perdonadores. Y este acto me hace mal por lo mismo: preferiría declarar ante la justicia argentina y no por razones de tonto nacionalismo, sino porque eso significaría que se ha derrumbado, como el de Berlín, el muro de la impunidad. Es probable que ni nosotros mismos, los familiares de los desaparecidos, midamos en toda su latitud la importancia del juicio incoado en España. No sé si permitirá que conozcamos el destino de nuestros seres queridos. Si permitirá encontrar a mi nieta o nieto. Pero el solo hecho de que tenga lugar abre un camino otro que el del horror y repugnancia que entrañaría el tener que hablar con represores para que nos digan qué pasó con nuestros seres queridos. Es la ley la que debe obligarlos a ello. Y está claro que ni las Fuerzas Armadas, ni el gobierno, ni los jueces argentinos --salvo honrosas excepciones-- muestran la menor disposición a dar cuenta de lo ocurrido o a indagarlo. Es una crueldad suplementaria: al horror del terrorismo de Estado se suma el horror de ese silencio. Bajo su durísima tiniebla, el dolor vaga y busca. La dictadura militar perpetró crímenes contra la humanidad y este juicio se atiene a pactos y convenciones internacionales de derechos humanos a los que también ha adherido la Argentina. Es jurídicamente impecable y además muestra la verdadera densidad de la figura "crímenes contra la humanidad": son, valga la necesaria --tal vez-- redundancia, los que se cometen contra una comunidad a la que todos pertenecemos en primer término, por encima de las fronteras nacionales. Permítaseme agregar a la lista de esos crímenes el dolor doblado de angustia de quienes no pueden conocer la suerte de sus seres queridos --un derecho humano elementalísimo-- porque chocan con la voluntad de los poderes empeñados en defender a criminales que, en muchos casos, siguen a su servicio. Como sucede en la Argentina y no sólo. A los familiares de los desaparecidos se les mutila una parte esencial de su historia. A mi nieta o nieto, también. Y éstos son, asimismo, crímenes de lesa humanidad. Los familiares de los desaparecidos sufren pérdidas irreparables. La búsqueda de la justicia no las restaña o recupera, pero continúa la memoria del ser perdido, memoria que exige el conocimiento de la verdad. Para los atenienses de hace 25 siglos, el antónimo de olvido no era memoria, era verdad. Hay que erigir un muro de justicia y de memoria que impida la repetición de holocaustos. Hay que mantener vivo en nosotros --subraya George Steiner-- "un sentido del escándalo que impregne todo aspecto significativo de nuestra posición en la historia y en la sociedad. Debemos, como habría dicho Emily Dickinson, mantener nuestra alma terriblemente sorprendida". Ante el horror, agrego, ante todo aquello que nos recorta la capacidad de sueño, de deseo, de esperanza.
* Palabras pronunciadas en el acto que tuvo lugar en el Ateneo de Madrid el viernes 3 de abril de 1998. . |