QUÉ HIZO QUE CLINTON FUERA CLINTON |
Carisma: Clinton cumple muy bien con las cualidades con que Sennett define el carisma: la capacidad de desviar la atención de su texto a su estilo.
El final del sexgate nos enfrenta a una pregunta tan obvia como aquéllas de la infancia ( ¿dónde van los pájaros cuando mueren? o ¿por qué anoche papá hizo gritar a mamá al compás de los fueyes del colchón?): ¿Por qué la medida de la eficacia política de un hombre de Estado estaría dada por su conducta sexual? ¿Por qué la imagen de un pene supuestamente proclive a la insurgencia espontánea como el de Clinton haría poner en duda la capacidad de su portador para llevar a cabo una política económica acorde con los intereses de su país de acuerdo con sus amigos o desastrosa de acuerdo con sus enemigos? Y si hacemos memoria, ¿qué relación puede existir entre la vocación del príncipe Carlos de ser un támpax navegante en el interior de su amante Camilla Parker Bowles y la pertinencia de su publicitado intento de democratizar la monarquía británica? O, como suele decir certeramente la obscenidad del lugar común: ¿Qué tiene que ver el traste con el pulso? Ni la hipótesis de la bola de nieve, tan cara a la derecha (quien miente en un rasgo termina mintiendo en todo), ni la simplona metáfora del tero que nunca grita donde pone el huevo, tan cara a la izquierda (todo hecho banal ocultaría uno que sería el verdadero), ni la cacareada discapacidad ética de los demonizados medios de comunicación parecen explicarlo. Los norteamericanos tienen la capacidad de producir, al mismo tiempo, un mercado para las víctimas, para los victimarios, para los voyeurs y para los que denuncian a todos. Es por eso que tienen en Richard Sennett, un brillante filósofo graduado en Harvard, autor del libro El declive del hombre público, a alguien que puede pensar cómo el fin de la cultura pública, el triunfo de la personalidad individual sobre la clase y el narcisismo como ética protestante de la posmodernidad separaron a los hombres de los intercambios sociales ciudadanos convirtiéndolos en observadores pasivos y callados, víctimas de la "tiranía de la intimidad". La tesis de Sennett propone que a mediados del siglo XIX comenzaron a cristalizarse una serie de fenómenos que cambiarían para siempre la forma de ejercer el poder e influir sobre las gentes. El liderazgo comenzó a interpretarse en función de la credibilidad del líder más que en sus acciones políticas: quién era y sobre todo qué sentía importó más que lo que éste hacía por la causa común. La personalidad pública de los dotados de poder concentró una atención que sustituyó en su audiencia a la defensa de sus demandas. Mucho antes de la creación de los medios audiovisuales, la luz proyectada por la vida personal de los líderes oscureció su trabajo en el despacho. El efecto es, según Sennett, que entre una personalidad colectiva proyectada y la falta de interés grupal hay una relación directa (el 2000 nos encontrará unidos frente a la tele y dominados). Pero los medios no hicieron más que multiplicar y afianzar fenómenos que ya se había instalado, aun antes de la existencia de la radio a galena. Como todo teórico --Freud y su niño que escucha en la noche al monstruo de dos cabezas, Lacan y el suyo que se mira en el espejo mientras su madre le dice "ahí está Juancito"--, Sennett necesita una fábula de origen y la sitúa en una arenga que el poeta Lamartine dio a un pueblo encolerizado durante la revolución de 1848. Escena: El pueblo está descontento, se amartillan algunos revólveres, alguien arroja un hacha por sobre la cabeza del orador, a los pies de todos yacen botellas vacías. Lamartine habla bonito, su arenga es encendida y sus metáforas sobre la bandera provocadoras (aunque caiga en la vulgaridad de comparar el rojo con la sangre). No apela a la identificación colectiva; lejos de eso, marca la diferencia entre un poeta (él) y unos animales (el pueblo), señalándoles que tiene algo que ellos no tienen, los desprecia. El resultado es una audiencia hipnotizada, no importa que Lamartine después pierda estrepitosamente las elecciones ante un joven Napoleón, ha producido el primer instante mediático sin medios y, tal como sucede ahora, nadie recuerda lo que dijo sino que él estaba ahí. Luego de disculparse por habar dado una zancada histórica Sennett advierte el mismo poder en Savonarola, ese fraile iluminado del siglo XV con suficiente capacidad retórica como para persuadir a toda Florencia de realizar una quema de "vanidades", incluidos --sospecha Sennett--, varios Botticelli. Ni Savonarola ni Lamartine eran poderes efectivos sino hábiles hipnotizadores de masas, dos personalidades en escena. Creíbles. Como hasta en el mismísimo caso Dreyfuss, en el Sexgate lo que importa no es la sinceridad del protagonista --Zola o Clinton--, sino la manera en que sus convicciones, independientemente de cuán profundas sean, se transmitan al público. Se trata de dramatizar una conciencia y de centrar la atención sobre el hecho de su heroísmo. Y ese Clinton entero, con la mirada de su esposa asintiendo desde la severidad de su mandíbula feminista, que se defendió de las denuncias de acoso sexual, ponen fuera de juego la opción entre verdad o falsedad. Clinton cumple muy bien con las cualidades con que Sennett define el carisma: la capacidad de desviar la atención de su texto a su estilo, la de hacer percibir la clase como producto de una habilidad y de un tesón más que de una determinación social y la de convertir un rasgo banal en un símbolo: por ejemplo el pucho de marihuana alguna vez chupado pero no fumado, ya que todo líder suele ofrecerse, aun bajo las formas más diversas, como un espectáculo persuasivo de contención, sacrificio y autocontrol. Este último eje de estilo emparentaría a Savonarola, Lamartine, Rosas, Perón y el Che, a cual más competitivo en mostrar un mínimo patológico de horas de sueño. Pero si el ejemplo ascético parece ser constitutivo de todo líder, ¿por qué el Sexgate terminó con la absolución del pecador? En principio, porque los fines de un espectáculo íntimo se agotan en sí mismos. Y porque el culto a una personalidad positiva triunfó sobre evidencias que en el culto descripto por Sennett sólo tienen un valor accesorio. Sin embargo, en El declive del hombre público Sennett se ocupó menos que en otras ocasiones de otro fenómeno de nuestro tiempo: el hecho de que la identidad sea fundamentalmente definida como sexual y que el sexo sea visto como un bien supremo. El pueblo norteamericano sufre, amén de una suerte de juridicofilia, una superstición del consenso muy alejada de las paradojas que suscita la creencia en el inconsciente. Y el hecho de que para ingresar a EE.UU. sea necesario llenar un formulario donde una de las preguntas es "¿planea usted realizar actividades subversivas en este país?" debe obedecer a razones más complejas que la ingenuidad. Como el hecho de que Clinton sea declarado inocente en el Día de los ídem. Entonces, lo importante es que el presidente fue actoralmente eficaz en negar los cargos. Pero también que para los norteamericanos --y esto debe estar aún en la cabeza republicana de Bob Dole--, desde los circuitos eléctricos en pro del orgasmo de los doctores Masters y Johnson, pasando por el sexo seco de la Dra. Kaplan y las masturbaciones terapéuticas recetadas por Louise Hay, coger es saludable y no es bueno que un hombre esté solo ni siquiera en su despacho.
Por M.M. Una vez el neurólogo norteamericano Oliver Sacks escuchó unas carcajadas convulsivas que provenían de la sala de afásicos del hospital donde trabajaba. Al entrar descubrió que la reacción se estaba produciendo ante el discurso del presidente --Sacks no dice cuál, aunque se puede sospechar que se trata de Ronald Reagan--. Según el diagnóstico de Sacks los afásicos no pueden comprender el significado de las palabras y sí, con una peculiar precisión, la expresión que las acompaña, es decir la teatralidad. Su conclusión es que a un afásico no se le puede mentir. Una mujer, Emily D., ocupante también del pabellón de afasia, sufría una enfermedad diferente, la agnosia, que la hacía comprender el sentido de las palabras pero no sus cualidades expresivas. Esta mujer determinó que el discurso del presidente no era buena prosa, es decir desaprobó su retórica. Es evidente que los supuestos discapacitados del Pabellón de Afasia están especialmente capacitados para desenmascarar el discurso político. Es una pena que Sacks no haya escrito aún un texto sobre las impresiones que el Sexgate tuvo sobre sus inopinados analistas. |