"¿Seré yo el protagonista de mi propia historia, o le estará reservado a algún otro ese papel?", comenzó Charles Dickens su David Copperfield. No sé su nombre, no se lo pregunté porque no venía al caso, pero ahora que está por convertirse en el protagonista de su propia historia --al menos en este universo de sesenta líneas--, será el señor T., T de taxista. Subí a su Duna y le dije a dónde iba. El, robusto, morocho, de voz cascada por el tabaco (supuse primero) y por las carcajadas (advertí después), me dio charla. --Lindo día. Era sábado, tres de la tarde. Solazo. Evitemos lo del día peronista. --Ajá --detesto charlar en los taxis. El no se amilanó. Tenía una gran historia para contarme. --Ojalá mañana siga igual --dijo. --Ajá. Le importó tres cominos mi hermetismo. Lo bien que hizo. --Mañana voy a techar la casa que me estoy haciendo en Del Viso. --Ah. --Me falta el techo y listo. Parece mentira. Le cuento. Con mi señora y mis tres chicos vivíamos en un departamentito de mi suegro. El año pasado me quedé sin trabajo. Y el muy cerdo nos rajó. --Qué cerdo --observé, preparándome para una de esas sagas familiares en las que no faltan las suegras entrometidas, los cuñados soeces, las concuñadas viles y los primos especuladores. Pero lo que el señor T. quería contar era otra cosa. --El día en que el cerdo de mi suegro nos echó, fui a ver a mi amigo Carlitos, que vive en Del Viso en una casa con un terreno grande atrás. Fui y le dije: Carlitos, tenés que darme una mano. Si puedo, lo que sea, me dijo Carlitos. Le expliqué que estábamos en la calle y le pedí: ¿A vos te molestaría si venimos acá por un tiempo y levantamos una prefabricada en la parte de atrás de tu casa? Atención, psis. Imaginemos que viene un amigo, un gran amigo en apuros, y nos pide levantar una prefabricada en nuestro jardín. Imaginemos ese momento terrible en el que deberíamos poner a prueba tanto discurso vago sobre la solidaridad y el no salvarse solo. Imaginemos los conciliábulos familiares, los turnos solicitados de apuro con el analista individual, el de pareja y el de los chicos. Imaginemos todos los argumentos lógicos y sensatos --promiscuidad, invasión de burbuja, probables crisis conyugales, eventuales trastornos de aprendizaje en los niños-- con los que evitaríamos decir que sí. Bueno, Carlitos fue expeditivo: --Metele, nomás. Acá hay lugar. Y mientras hacen la prefabricada múdense a mi casa, que total nos arreglamos. El señor T. volvió al departamento del cerdo de su suegro y le contó a su mujer que tenían un problema menos. Todavía estaban celebrando cuando sonó el teléfono. Era Carlitos. --Lo que hiciste no se hace. Venite inmediatamente que tenemos que hablar. Mientras el señor T. volvía a Del Viso, repasó cada palabra, cada detalle, y no acertaba a descubrir qué había molestado a Carlitos. Cuando llegó, Carlitos lo interceptó en la puerta de su casa y no lo dejó pasar. --¿Vos querés hacerte una prefabricada en este terreno? --le preguntó al señor T., señalando la tierra desprolija. --Sí --dijo el señor T., ruborizado por la incertidumbre y la desesperación. Todo su proyecto se le venía abajo. --Bueno --sonrió Carlitos--, no te vas a hacer prefabricada. Te vas a hacer una casa, una casa como Dios manda. Ese terreno es tuyo. Carlitos y el señor T. lloraron abrazados, me contó el señor T., mientras yo lloraba a moco tendido en el asiento trasero del taxi y el señor T. me extendía Carilinas y se sofocaba por el efecto que su relato tenía sobre esta pasajera. Con los meses, la casa fue tomando forma, y sólo faltaba el techo el día que el señor T. me contó esto. En un asado con otros dos amigos de la infancia, el señor T. dijo al descuido que la casa estaba lista, pero que el techo lo dejaban para más adelante, porque materiales tenía, pero plata para pagar la mano de obra, no. Sus otros dos amigos levantaron los brazos, le mostraron las manos. "Esta es la mano de obra. Ya la tenés. El domingo vamos todos y te terminamos la casa", le dijeron. Por eso el señor T. quería que el solazo se mantuviera pleno al día siguiente. Ese domingo el sol quedó tapado por las nubes que el señor T. seguramente no vio, abrazado como estaba por el resplandor de sus afectos, y ubicado en el centro mismo de su propia y bella historia. Por suerte, una historia argentina. . |