PLAZO FIJO
Por Enrique Medina
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Domínguez sale a caminar y a hacer un poco de ejercicio por los bosques de
Palermo. Invariablemente lo hace cuando debe renovar el plazo fijo en el Francés. En la
última oportunidad fue su madre a hacer el trámite y, como el banco estaba fusionándose
con otro, se cayó el sistema de las computadoras, según le dijeron a ella, y por eso,
además de tardar cuatro horas, le renovaron mal el plazo fijo, poniéndola como titular
únicamente a ella. La mandó volver y exigir la inclusión de él, pero la respuesta del
banco fue que el nuevo sistema informático sólo aceptaba el número de DNI y no el de la
cédula, que era el documento con el que él había iniciado, hace tiempo, la relación
con el banco. Volvió la madre y ambos se pelearon porque a ella no se le ocurrió pedirle
el número del DNI por teléfono. Ella: no voy más a renovarlo; y él: no servís para
nada. Por más que él le explicara que el procedimiento es un truco habitual de los
bancos para que, en caso de fallecimiento abrupto de uno de los titulares, el otro no
pueda cobrar el plazo fijo, la madre no entendió razones y le tiró un cenicero por la
cabeza imitando a lamentable y ridícula animadora de la televisión en publicitado
altercado con su pareja. Domínguez ingresa al banco con la sana intención de retirar el
dinero y colocarlo en otro banco, en el que le hacen el débito automático y lo tratan
con deferencia. Como es habitual entra con los ojos clavados en la belleza de magnífico
pelo cobrizo por la que entró por primera vez en ese banco años atrás. Esta mujer es
como los vinos, cada vez está mejor. Tiene el gesto duro y flequillo, la cara con la piel
comida por la nieve, igual que el dictador prófugo, y las piernas como dos obeliscos
tallados por Leonardo. Ojalá hoy no me toque con ella, piensa él. No le diría nada. De
la misma manera que nunca le dijo que siempre estuvo enamorado de ella, hoy tampoco se
animaría a protestar. Se ubica en la burocrática cola de ese escritorio mal dispuesto,
cruzado sin el mínimo sentido estético y encima entorpeciendo el paso. Y atendido por
una pobrecita que tarda más que si tuviera que hacer el viacrucis de rodillas. Después
de dos horas lo llaman. Por suerte no le toca con ella. Protesta educadamente. El buen
señor que lo atiende lamenta el error y llama, justamente, a la belleza de pelo cobrizo
que no se puede creer, para que le diga cómo puede hacer Domínguez para retirar el
dinero no figurando, por error del banco, en el plazo fijo. Ella, que ni en sueños ha
imaginado alguna vez que ese tipo está perdidamente enamorado de ella, se pone rígida y
dice que no, que tiene que venir la madre y punto.
Domínguez pide entonces que se lo renueven por una semana porque la madre no puede
venir ahora y él antes o después debe retirar el dinero. Ella arquea las cejas y aclara
que los plazos fijos mínimos son de un mes y chau pinela; se va dándole esa espalda que,
Dios sea loado, esté en buenas y santas manos. Domínguez nota que el empleado también
la observa con buenas intenciones. Esta complicidad hace que tenga con él cierta
consideración. Le dice que, como representante del banco, él no tiene culpa pero que la
entidad se ha portado como lo que es, una aprovechadora de los clientes. Vuelve a la casa
y recoge a su madre que se niega a caminar. Regresan al banco en auto. En el escritorio
estúpidamente cruzado vuelven a hacer la cola. Ya a punto del cierre lo atienden. Pide
que le den el dinero con discreción, no por ventanilla porque es una suma considerable.
Pero lo obligan a ir a la kilométrica cola de la ventanilla pagadora. Enfrenta a la
cajera que le cuenta el dinero con un desdén digno de rupias y no de dólares, como si
estuviera avisando que el fulano que está atendiendo va a retirarse bien forrado y listo
para el asalto. Domínguez se pone nervioso, pide que le numeren los billetes. La cajera
dice que eso no lo hacen. El dice que puede haber alguno falso, la cajera le contesta que
el banco no da billetes falsos. Igual pide la numeración. La cajera pide ayuda a su
compañera de cara de avestruz y ésta, con un manifiesto mal humor le espeta a Domínguez
que los billetes no vienen en orden correlativo, que no moleste. El pide el libro de
quejas. No le dan de las que rebotan. Cara de mosquito termina de contar, pone la faja y,
como si hablara con una rata sidosa, le dice que pase por el pasillo al fondo. Domínguez
va arrastrando a la madre que no deja de reprocharle su cobardía por no ponerse más
fuerte y exigir el libro de quejas, y que deje de mirar a esa chirusa porque se lo va a
decir a su mujer Andrea. En el fondo le tiran el sobre con el dinero y un andá que te den
por el culo. Se van puteando a Dios y María Santísima y juran y recontrajuran no volver
más a ese banco. Caminan por Ocampo mirando a uno y otro lado como si los asaltantes
estuvieran al acecho. Llegan a Las Heras y allí tienen tres bancos buenos para elegir. Se
meten en el del débito automático. Hacen el trámite. Salen peleando. El piensa, muy
seriamente, que ahora puede ella morirse en cualquier momento, incluso él puede matarla
sin problemas, y que el plazo fijo ahora está a nombre de los dos y él podrá cobrarlo
sin inconvenientes. Lo que lamenta es que, a partir de ahora, sólo desde la vereda podrá
espiar a la mujer de pelo cobrizo.
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