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ELOGIO DESMESURADO DEL PESCADITO FRITO

Por M. Vázquez Montalbá

 

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T.gif (67 bytes) El problema fundamental de la Barcelona postolímpica es cómo sacarle partido a la espléndida escenografía resultante. El escenario está ahí y se busca desesperadamente espectáculo para llenarlo, desde la proclamación de Capital Cultural hasta la convocatoria de Foro Cívico, pasando por dos propuestas rechazadas que yo hice en su día: Un superencuentro metafórico Norte-Sur con la excusa del Mediterráneo y la posibilidad de que Barcelona fuera proclamada, arbitrariamente desde luego, capital de Alemania, de Alemania del Sur, obviamente. De momento este escenario postmoderno ha sido ocupado por el holocausto de pescadito más impresionante que vieron los siglos, al servicio de una oferta gastronómica que se ha concentrado en la Barcelona postolímpica en detrimento de la Barcelona anterior a la llegada de Tarradellas. ¿Acaso no es confundible la imagen de la entrada de Tarradellas con la de Epi, portador de la antorcha olímpica?

Esta ciudad huele a gamba y a pescadito frito, Hay que escoger un punto de partida para el itinerario comprobador. ¿Por qué no Las Ramblas, curso simbólico de aguas secretas que unen las colinas de Barcelona con el mar, el Norte con el Sur? Desde ese centro radial comienza su itinerario gastronómico que se ha complicado desde 1992. Hay un antes y un después de la oferta gastronómico de Barcelona en relación con los Juegos Olímpicos.

La aparición del nuevo Puerto deportivo frente a la Villa Olímpica o la caída de los tinglados que tapiaban el puerto de Barcelona, ha provocado la mayor y más rápida concentración de restaurantes de la historia de la ciudad. Algunos son hijos de los humildes merenderos derribados por la piqueta olímpica en el barrio de pescadores de La Barceloneta. Han pasado por una operación de diseño y de aumento de precio y perdido la escenografía populista, aunque un nuevo populismo de diseño se percibe en la oferta de restaurantes lujuriosos vertederos de pescados de toda condición y tamaño, espectacular mostrador de guisos y frituras, de una abundancia tan excelente como inquietante. ¿Habrá suficiente pescado en el Mediterráneo para respaldar la oferta de las decenas de restaurantes que en el Port Nou (Puerto Nuevo) o en el Vell (Puerto Viejo) o a lo largo del Paseo Nacional ofrecen un telón de aromas de gambas y frituras o de arroces de pescado entre el negro de la sepia y el arco iris de la paella?

He utilizado varias veces las nuevas playas durante este verano y he tenido que resistir las más feroces tentaciones en forma de aroma de gamba a la plancha, atmósfera más que aroma, sólida atmósfera respirable que me ha acompañado como un engrudo gaseoso, adherido a los lóbulos de mis orejas cual Chanel 5 o de mis sienes cual must de Cartier. Tentaciones lógicas al mediodía, pero perversas, luciferianas a las diez, once de la mañana. No protesto. Ni propongo un extractor de olores gigantesco sobre el skyline de la ciudad. Me limito a constatar que el bien de uso auténtico heredado de la reforma olímpica es el mar y que hasta que no llegue un nuevo espectáculo totalizador, la fritura de pescado lo ocupa todo como el imaginario barcelonés más completo de cara al próximo milenio.

Invito a los ecologistas que reflexionen sobre el riesgo que corren los peces del mundo entero si Barcelona no tiene otra manera de autojustificarse que freír hasta los caballitos de mar. Necesitamos un proyecto urbano --histórico-- mediterráneo que no se centre en pasarlo todo por el aceite de oliva.

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