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Chile observó anoche la derrota de la acusación constitucional sobre Pinochet, contra quien nadie parece poder: en el mismo Congreso al que llegó el mes pasado como senador vitalicio, la Cámara de Diputados chilena rechazó el pedido de acusación constitucional que presentó el oficialismo, aunque sin el apoyo del gobierno, en donde se lo responsabilizaba de comprometer el honor y la seguridad nacional mediante dos acciones militares -en 1990 y en 1993- de amedrentamiento. Sin duda, al general-dictador-legislador no se le ocurrirá suspirar de alivio con la noticia, porque de haber sido aprobado el recurso la mayoría derechista del Senado lo habría desestimado; pero igualmente significa una muestra mayor del poder que mantiene, un poder que alcanza incluso a consolidar la fractura en la coalición gobernante -que tenía mayoría para aprobar el pedido pero por consejo de la cúpula de la Democracia Cristiana (DC) no votó unánimemente a favor- y que podría allanar el camino para un triunfo de la derecha en las elecciones presidenciales del año 2000. A todos los que se atrevan a oponerse a él o a su dictadura, Pinochet les viene repitiendo desde 1990 que la democracia chilena es hija de su régimen, y que como tal ella le debe rendir honores antes de señalar sus pecados. Esto quiere decir que la clase política que negoció una vuelta a la normalidad institucional, aceptando incluso la Constitución de 1980 por la cual el general aseguró un peso importante y perdurable a la derecha, debe hacer malabares para lograr lo que de todos modos no consigue por haber aceptado estas condiciones. Lo que ocurrió ayer es uno de los tantos episodios en los cuales el oficialismo termina fagocitándose y dividiéndose, mientras el senador llegará el lunes, luego de unas bonitas Pascuas, a sentarse en su banca entre las caras largas de muchos de sus colegas. Como Pinochet no puede ser juzgado por los crímenes de la dictadura, cinco diputados de la DC resolvieron en enero, con el apoyo del Partido Socialista y el Partido por la Democracia, presentar una acusación contra sus actitudes durante el régimen democrático: los principales motivos eran el boinazo y el enlace, dos ejercicios de presión militar ante el enjuiciamiento de uno de los hijos de Pinochet. Desde el inicio de la cuestión, tanto el presidente Eduardo Frei como la cúpula de su partido -la DC- se manifestaron en contra del proceso por una cuestión de superficie y otra de fondo. La de superficie es que, de cualquier manera, el Senado rechazaría la acusación. La de fondo, que el gobierno actual no quiere ningún problema con las Fuerzas Armadas en el preciso instante en que Pinochet dejaba la comandancia del Ejército y la ilusión de un retorno militar a sus tareas "profesionales" empezaba a crecer. Pinochet se fue del Ejército, asumió como senador vitalicio, hizo volver a Chile a los '70 por una semana -protestas masivas, represión y hasta alusiones antimarxistas entre sus seguidores- y los diputados rebeldes siguieron con su idea, aunque la relación de fuerzas fuera dispar. "Igualmente, la medida tiene impactos, les guste a algunos o no", decía en las manifestaciones de Valparaíso -sede del Senado, el día de asunción de Pinochet en la Cámara- Tomás Jocelyn-Holt, uno de los diputados de la DC que impulsaban la acusación. Pero esos impactos no son siempre positivos. Esta acusación requería el pronunciamiento de los presidentes, quienes en definitiva debían decidir si se había lesionado la seguridad nacional. Y tanto Patricio Aylwin, el antecesor de Frei, en cuyo mandato ocurrieron el boinazo y el enlace, como el presidente actual, que debía pronunciarse sobre algunas declaraciones de Pinochet, negaron en el curso de esta semana que los actos del dictador hayan ido contra el honor de la nación chilena, aunque Aylwin reconociera que los ejercicios militares fueron "un intento de amedrentarnos o asustarnos". El ex mandatario llegó a reconocer que fue puesto en ridículo cuando se informaba sobre movilización de tropas en Santiago mientras él declaraba en Dinamarca que la democracia chilena era sólida. En definitiva, la cúpula de la DC fue la que más claramente obedeció al pacto implícito de no tocarlo a Pinochet. Sus socios en la gobernante Concertación por la Democracia, el PS y el PPD, respondieron a su posición tradicionalmente de centroizquierda pero la división resultante se proyecta sobre las elecciones del 2000, donde en caso de llevar candidatos separados podrían darle la oportunidad histórica a la derecha de llegar democráticamente a lo que en 1973 obtuvo su padrino con un golpe. No es que ahora no tenga poder: entre el sistema electoral y los senadores designados que establece la Carta Magna sancionada durante la dictadura, la derecha se puede jactar de tener al gobierno atado de pies y manos.
DE UN MICROFONO A UN PLAN PARA ASESINAR AL PAPA TRAVESURAS DE LA KGB EN EL VATICANO El País de Madrid Por Lola Galán, desde Roma La KGB soviética logró colocar un micrófono en el Vaticano gracias a los servicios de una espía checa casada con un sobrino del antiguo Secretario de Estado de la Santa Sede, cardenal Agostino Casaroli. El hecho, que se habría producido en los años 80 y no ha sido confirmado, procede de la tercera investigación sobre el atentado sufrido por Juan Pablo II en mayo de 1981, y fue revelado ayer por el diario italiano `La Repubblica'. Colaboradores de Casaroli citados por el mismo diario califican la historia de pura "fantasía". El periódico hace referencia a dos episodios ligados al espionaje soviético sobre el Vaticano, especialmente activo tras la llegada a la Santa Sede del Papa Juan Pablo II, un enemigo feroz del comunismo. Por un lado, cita la historia del micrófono colocado en una fecha imprecisa -"los años 80"- por Irene Trollerova, espía checa casada con el también agente secreto Marco Torretta, sobrino del entonces secretario de Estado vaticano, cardenal Casaroli. Valiéndose de los lazos familiares, Trollerova habría conseguido colocar el micrófono en una vitrina del comedor de Casaroli. La espía habría renovado el aparato por otro más moderno en 1989 que funcionó hasta bien entrado 1990. Su marido, Torretti, era un agente soviético conocido de los servicios de inteligencia italiano desde los años 50. Al segundo episodio de espionaje soviético en el Vaticano tuvo acceso el Cesis -organismo que coordina los servicios secretos italianos- y en julio de 1990 lo transmitió al entonces primer ministro, Giulio Andreotti. Se trataba de un plan especial, denominado "Pop", que pretendía "desacreditar con acciones de desinformación y provocación a la Iglesia católica y a la propia figura del Pontífice, del que, incluso, se preveía la eliminación física si era preciso". Los servicios secretos llegaron algo tarde a esta información porque el atentado que estuvo a punto de costarle la vida al Papa se había producido en mayo de 1981. Todo este material ha sido manejado por el juez instructor de la tercera investigación del atentado contra el Papa, Rosario Priore, que ha archivado las indagaciones ante la falta de pruebas concluyentes.
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