Falta muy poco para que se cumplan treinta años de la mítica revuelta del Mayo Francés. Se ha instalado en la conciencia noventista la idea de que "los 60" y los grafitti y las barricadas como algunos de los símbolos más arquetípicos pertenecen a una época radicalmente distinta de la que hoy vivimos. Si se les pregunta a adolescentes de un colegio secundario cómo calificarían a la sociedad o a la cultura actuales, responden: egoísta, hipócrita, individualista, pesimista, monótona, sin ideales. Un bajón. Bien, creo que ya es hora de cambiar el discurso y la práctica. Arriesgo una idea: cambiemos el discurso porque la práctica ya empezó a cambiar. ¿A qué viene esta ráfaga de optimismo? Chacho no es Danny El rojo, Grondona no es Jean-Paul Sartre (ni Marcuse), "Atlanta capo, Chaca puto", no es "La imaginación al poder". Tampoco las masas vociferan contra la sociedad de consumo. El poder resulta ajeno, inalcanzable. Pero un año de carpa blanca vale un festejo. El PJ y la Alianza peleándose por derogar las leyes de impunidad merece, por lo menos, una sonrisita de satisfacción (no sin algo de malicia). La mudanza apresurada del Tigre Acosta y las casas señaladas de otras bestias nos alegran el espíritu. Es cierto que no es mucho y que no resulta fácil extender la lista de alegrías, pero son todos pequeños síntomas de un fenómeno (tal vez) emergente. La sociedad civil se está reconstituyendo, los átomos se van juntando. Y en esos microcontextos algunos comienzan a librar una lucha de la que resultan pequeñas victorias.
La Batalla de Amenábar es un buen ejemplo. Una asociación de vecinos de Belgrano detecta la vivienda del Tigre Acosta. Le pasa el dato al comité de escrache de Hijos y Madres, y juntos organizan un acto munidos de armas letales: aerosol, engrudo, afiches y carteles. El homenajeado por la placa que los marinos mantenían con secreto orgullo en la ESMA capitula. Algunos vecinos aplauden a los sitiadores, otros se quejan porque les ensuciaron el frente del edificio, pero parecen más los que aplauden. El ataque concluye al cabo de dos horas. Con el enemigo en fuga, el Pequeño Ejército de la Sociedad Civil se retira satisfecho. Estuvieron los medios y la noticia saldrá amplificada. De inmediato, una tropa de elite, pequeña pero eficaz, se empeña en borrar todo rastro de combate. No hay cadáveres, ni heridos, ni destrozos. Sólo algo de suciedad. Alguien dio la orden: que no queden rastros. En apenas una hora, ya no hay más afiches en el hall, la puerta del garaje ya no grita "Acosta asesino y torturador". Se podrá decir: "Bueno, es comprensible, el encargado del edificio y tres o cuatro voluntarios reclutados de urgencia debían limpiar la fachada, al menos uno o dos de ellos cobran un sueldo por eso". Pero la tropa de elite dio un paso más: también intentó borrar la leyenda que los atacantes habían pintado sobre el pavimento denunciando la presencia del buen vecino. ¿Un exceso de celo profesional? ¿Una changa para sumar algún manguito? ¿O un minúsculo símbolo de que ése es el núcleo significativo de la lucha? En esta batalla el Estado estuvo presente: la policía miró desde lejos y el municipio no debió encargarse de borrar del pavimento el revulsivo grafitti. En suma, un cachito de sociedad civil contra otro. Memoria contra ocultamiento. Y este conflicto, cuyo resultado todavía es incierto (depende, entre otras cosas, de la voluntad de los protagonistas) se dirime, en última instancia, allí, en el seno de la sociedad civil, más que en la decisión de los dirigentes del Estado. Porque, en definitiva, ¿a quién están dirigidas las acciones de los comités de escrache? No tanto a los torturadores, sino a los que incluso hoy, a 13 años del juicio a las juntas (¡trece años!), todavía no quieren ver. Los HIJOS les están tirando la pelota. Vean, ahí, al lado de ustedes, ese señor tan correcto y amable, ¿saben qué hizo ayer nomás? Háganse cargo. ¿Cuál fue la mejor arma de Hijos, Madres y Vecinos? La imaginación. Hay quienes se están atreviendo a imaginar nuevos caminos. * Historiador. . |