De tanto en tanto me gusta cruzar la ciudad en un sentido y en otro y hacer un poco de turismo urbano. Visitar la Costanera Sur es una experiencia curiosa y, según se la mire, turbadora. Ahí están la explanada y el parapeto sólido contra la embestida de las olas, los bancos en abanico donde sentarse a disfrutar de la sombra de la glorieta y la vista del río, la hilera de faroles antiguos para iluminar el paseo nocturno por la costa, las anchas escalinatas para bajar al agua. Pero ya no hay agua, no hay río. En realidad, todo eso da a un pantano. Un largo parapeto que se asoma a ninguna parte, escalinatas que bajan a ninguna parte. La impresión es igual a la que produciría encontrarse con un alto y robusto puente en medio de un campo arado. Un puente sobre nada. Cosas que fueron pensadas y construidas para cumplir una función y dejaron de hacerlo. En una época --como todo habitante de la ciudad sabe-- esto era un balneario muy concurrido y el río llegaba a lamer los escalones de piedra. Me acuerdo muy bien de eso. La gente bañándose y las cervecerías coloridas bajo los árboles. Hace poco vi una escena de una vieja película en blanco y negro, con una pareja caminando por la explanada y detrás la extensión de agua y el horizonte. Ahora hay gente que coloca sus reposeras y toma sol al lado del pantano, como si el río estuviera todavía ahí. Pero el río no está más. Andar por acá es vérselas con un paisaje ilógico, como algo que ha sido puesto del revés, que sufrió una torsión y quedó descolocado. Y esa sensación provoca --a mí por lo menos-- inquietud y malestar. Por supuesto que en la costanera todo es espacio abierto, aire y cielo y sol, y sin embargo esto del largo parapeto inútil y las escalinatas sin destino transmite un ahogo de interiores. Mientras caminaba, me vinieron a la memoria las pinturas de De Chirico, las de Edward Hopper y sus figuras humanas extraviadas en la irrealidad de la luz. Y me acordé de una novela inédita de Alejandro Vignati, un amigo de los comienzos, en los años sesenta. El título de la novela es: La trastienda del lavadero chino. Pensé que la extrañeza que producía la costanera, esa torsión del sentido de las cosas, el cambio de rumbo y el abandono tenían algo de trastienda. La trastienda es donde van a parar los objetos desechados o postergados, pero también es donde es posible adivinar el alma de los lugares y de su gente. Sentí que, bajo el sol de esa tarde, lo que se manifestaba era una evidencia que trascendía el espacio de las escalinatas, el parapeto y el pantano. Más allá estaba la ciudad y después el inmenso territorio del país con su gente, sus desgracias y sus gobernantes. La costanera mutilada bien podría ser la trastienda del país, un reflejo de su condición. En el cuento "Migración", perteneciente al libro La indiferencia del mundo de Guillermo Saccomanno, la desempleada Mirtha emprende un viaje sin regreso y termina en Tierra del Fuego, parada sobre una piedra de la playa, mirando un pingüino muerto con manchas de sangre y petróleo en el pico. Al personaje de Saccomanno se lo podría ubicar también acá, en la Costanera Sur, apoyado en el parapeto que da a la nada. Es el mismo desamparo del fin del mundo, el mismo vacío. Desde la costanera se ve la Casa de Gobierno, lo cual acrecienta el desasosiego. . |