Y LOS MUEBLES SE ANIMARON
|
Por Fabián Lebenglik El pintor y grabador uruguayo Ignacio Iturria (1949) viene haciendo una intensa carrera internacional desde hace tres lustros, con exhibiciones en América latina, Europa y Estados Unidos. En los últimos años fue distinguido en las bienales de Venecia de 1995 y en la de Puerto Rico (de grabado) el año pasado. Ahora se presenta en el Museo Nacional de Bellas Artes una extensa muestra de sus trabajos de los años ochenta y noventa. El centro de la pintura de Iturria --oscura, premoderna, cargada de materia y empastes, en donde los detalles de color pasan a formar parte del tono uniformemente grisáceo y terroso de la obra-- es la memoria, evocada a través de los nichos y espacios que se generan en paisajes interiores e íntimos. Cada recuerdo, tomado como memoria afectiva, parecería corresponderse con un territorio preciso: un espacio ahuecado en el interior de un objeto cotidiano. La memoria toma cuerpo y ocupa lugar, socavando nichos en los muebles o compartiendo el territorio de los libros y la vajilla. En este sentido, "La mesa grande" (una gran escultura de 74 x 406 x 209 cm) y "La luz de los pozos" (pintura de 180 x 230 cm) son dos obras que resultan elocuentes respecto del proceso de Iturria: cada objeto cargado de recuerdos se levanta abriendo un agujero en la mesa donde se apoya. La memoria del pintor uruguayo está guardada, pero en actividad, en armarios, roperos, aparadores, sofás, mesas, camas, plantas de departamentos y altares. Esa serie de objetos --que constituye una suerte de repertorio animado y animista-- pasa a ser el marco de referencia mayor, en la escala Iturria, según la cual los mundos incluidos, personales, funcionan en el interior de los cajones, estantes, repisas, almohadones y lavatorios, del mobiliario hogareño. El efecto de la escala Iturria, un universo de hombres diminutos y muebles gigantescos, es el mismo que el efecto Swift, según el cual, como consecuencia formal de la inversión de la escala, se corresponde la inversión de los valores, costumbres y creencias dominantes, tal como le sucede a Gulliver, que viaja hacia varias clases de metáforas contiguas, para criticar en bloque a la sociedad inglesa (e irlandesa) del siglo XVIII. La inversión de la escala es una especie de recurso ético y estético empleado, en el caso de Iturria, para criticar el modelo de la modernidad europea como paradigma de la única modernidad posible: el diseño como alfa y omega del arte contemporáneo. Desde las "nuevas" convenciones de su obra, los objetos --y su textura, materialidad, desgaste y funcionamiento-- pasan a ser los portadores de la historia y la identidad: la materia prima de la memoria. Si el mobiliario juega un papel fundamental en la intimidad y la vida familiar, ésta queda sellada con los numerosos árboles genealógicos y galerías de personajes que Iturria incluye en sus pinturas y esculturas. Los lazos que establece la memoria se refuerzan con los lazos de sangre y con otras genealogías ficticias, construidas como mapas humanos y territorios sociales. En estas series, el pintor juega la relación entre lo particular y lo general, porque por una parte cada rostro está individualizado, pero al mismo tiempo se pierde en el conjunto. El largo presente de la obra de Iturria --un pintor tardío, en relación con sus compañeros de generación-- se verifica en el montaje del museo, que no especifica las fechas de la obras, sino sólo sus títulos y medidas. El resultado es un presente continuo, en donde --más allá de los cambios estilísticos-- 1987 sería igual a 1997, y por lo tanto el artista quedaría virtualmente eximido de hacerse cargo de los pequeños préstamos de imagen que le fue permitiendo su libertad creativa. (En el Museo Nacional de Bellas Artes, Avenida del Libertador 1473, hasta el 3 de mayo.)
|