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EN DEFENSA DE PATRICIO
Durante esos días se votaba la Ley de Cine en el Congreso. La televisión estaba en contra de esa ley. Por consiguiente, hubo muy pocos actores en las movilizaciones de la gente de la cultura. Cuidaban sus buenas relaciones con los canales. Cuidaban sus trabajos; esa forma de tener miedo. Pero Contreras andaba por ahí, con nosotros. Como estuvo toda vez que en este país --que, curiosamente, no es el suyo pero sí lo es en el sentido hondo de la elección libre y pasional-- hubo que testimoniar por esas causas que, todavía, pese a todo, entregan un sentido a la vida de muchos. De pronto, pareciera que por una cuestión de cartel en el San Martín, por una cuestión contractual que no se cumple y que Contreras reclama antes del estreno de Pirandello, Contreras ha dejado de ser quien era. O algunos pregonan que no era, en realidad, lo que decía ser. Que era un impostor, un ambicioso encubierto, alguien que jugaba a ser progresista pero que, ahora, se revela que él también es como todos, sólo uno más, otro corrupto de estos tiempos. ¡Caramba, qué felicidad para los verdaderos corruptos! Qué felicidad para la racionalidad menemista. Ha caído en las redes del desprestigio uno de los mejores. Qué alegría para Trovato. Al fin y al cabo, si Contreras lo acompaña él no debe ser tan malo. Al fin y al cabo, si todos son malos, ¿qué tiene de malo ser malo? Pero no es así. Buscar hundir a Contreras --un actor estupendo con más de treinta años de carrera-- en el lodazal de los canallas es, cuanto menos, una maniobra injusta, apresurada y de gran rédito para los enemigos de la cultura y los derechos humanos en este país.
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