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LA ETERNIDAD

Por Leonardo Moledo


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T.gif (67 bytes) En el municipio de Miriápolis, que como todos saben queda lejos del mar, la tradición era perpetuarse. Así, el intendente José Raúl Fonseca pudo gobernar ininterrumpidamente desde su advenimiento, ocurrido a la temprana edad de veintitrés hasta su muerte acaecida a los noventa y cuatro, y el intendente Horacio González Mariesco, mediante prótesis y sucesivos trasplantes de órganos logró el record de ciento sesenta y un años, tres meses y cuatro días continuos al frente de la Intendencia municipal. Preciso es decir que, cuando el intendente requirió los últimos trasplantes necesarios para prolongar su vida, escasearon los donantes y fue preciso arrancar por la fuerza hígados, riñones, y aun brazos enteros a los despavoridos ciudadanos. No debe extrañar entonces que, cuando finalmente González Mariesco murió, el municipio entero diera un suspiro de alivio. No tanto porque la intendencia fuera mala (el largo gobierno supo llevar a cabo iniciativas interesantes, como la instalación de tres nuevos faroles de alumbrado público). No, no fue eso. Ocurría que, tras un siglo y medio de ver al mismo personaje, la población había terminado por aburrirse. El cambio es necesario, decían, la renovación es progreso, susurraban, sustituir es vivir, rezaban en las catacumbas. Por eso, y durante el período de fiesta que siguió al velorio, un movimiento popular impuso una cláusula que limitaba la ocupación del más alto sitial del municipio a cuarenta y tres años sin excepción. El nuevo intendente, Mario Ezequiel de los Ríos, juró ceñirse estrictamente a ese mandato "más allá de lo cual --fueron sus textuales palabras--, un gobierno se prolongaría demasiado".

Pero el poder tiene un tufillo, amigos, que enloquece al más pintado: a sólo seis días de asumir, De los Ríos pidió una prórroga de un mes, que logró imponer mediante artilugios parlamentarios. Nadie dio mucha importancia a un mes más, frente a los cuarenta y tres años que faltaban. Pero cuando al abrirse la siguiente asamblea municipal, el intendente argumentó que quienes limitaron su período a cuarenta y tres años en realidad habían querido decir "ciento cuarenta y tres", la asamblea opuso una rotunda negativa: muchos de los redactores originales estaban presentes, y sabían muy bien lo que habían querido decir.

El intendente aceptó la decisión "como el más humilde de los ciudadanos --fueron sus textuales palabras-- que se inclina ante la sabia decisión de sus vecinos", pero al día siguiente mandó decapitar al presidente de la asamblea y ordenó a los miembros restantes que revocaran la cláusula de los cuarenta y tres años sin reelección que "a todas luces --fueron sus textuales palabras-- era arbitraria, injusta y disparatada al limitar el ejercicio del servicio público muy por debajo de las posibilidades biológicas aseguradas por la medicina moderna". La asamblea, atemorizada, cedió. Pero el intendente no estaba dispuesto a conformarse. Pidió que la reelección no sólo fuera posible, sino que además fuera obligatoria. Un pequeño conato de resistencia de los concejales terminó en una horrorosa masacre: el nuevo Concejo municipal, totalmente domesticado, votó obsecuentemente que la reelección fuera obligatoria por doce períodos consecutivos, lo cual sumaba un total de quinientos dieciséis años, que a la población le pareció exagerado, pero al intendente demasiado exiguo, "y propio --fueron sus textuales palabras-- de quienes movidos por la mezquindad y la envidia son incapaces de ver y planificar más allá de períodos ridículamente cortos comparados con la historia de la Humanidad". No sabiendo cómo conformarlo, la asamblea tuvo una idea: implantar la reelección obligatoria "mientras durara el Sol". La gente se consoló pensando que entre los 516 años de marras y los cinco mil millones de años que ha de brillar aún nuestra estrella central no había, al fin de cuentas, tanta diferencia.

Pero el intendente se enfureció. No se resignó a ser efímero como los astros, y envió un ultimátum exigiendo que se revisara tan mezquina decisión. Y esta vez, sí, nadie se engañaba: el intendente pedía la eternidad. Un comunicado municipal lo confirmó con citas de San Agustín: reelección "sub especie eternitatis dunque aparent rari nantes in urguite vasto".

Fue un gran error. Porque para el pueblo de Miriápolis, que amaba la astronomía y odiaba las lenguas clásicas, los latinajos del intendente fueron más de lo que pudo soportar. Un alzamiento popular arrasó con la asamblea adicta que ya se prestaba a votar sumisamente el dictatum, se deshizo del intendente por métodos poco convencionales y estableció un férreo sistema que exigía el cambio de intendentes y funcionarios cada veinte minutos.

Lo cual, qué duda cabe, creaba muchos problemas. Especialmente de noche.

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