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PANORAMA ECONÓMICO

ERA MÁS BLANDO QUE EL AGUA

Por Julio Nudler


t.gif (67 bytes)  Justo en el momento en que los economistas discutían si había recalentamiento o no, o si la inversión pública cebaba la bomba por culpa del afán menemista de perpetuación, empezó a llover. En ese momento, mientras el manchón de agua se extendía por el Litoral, se descubrió que el Gobierno no había utilizado créditos internacionales disponibles, con los cuales hubiera podido construir defensas contra el meteoro. Pero es obvio, sin embargo, que en ese caso la crítica del Fondo Monetario y de sus feligreses locales habría sido aún más dura de lo que fue. Pagar obras con préstamos externos es completamente expansivo porque inyecta recursos extra en la economía, inflando la demanda agregada. Antes del diluvio, la construcción del arca podía parecer un despilfarro.

Si por los economistas (neo)liberales fuese, ni se hablaría de obras públicas. Pero sucede que el gasto estatal es inflexible a la baja, por lo que siempre lo que se corta del presupuesto es la inversión. Esta pierde así, como concepto, su valor propio para convertirse en un instrumento pro o anticíclico. Si la economía está expandiéndose mucho y sufriendo la consecuencia de un creciente déficit externo, lo prescripto es cancelar inversión pública. Cuál inversión da lo mismo. No es eso lo que interesa. Sólo se trata de un instrumento de política económica, y saludablemente ortodoxo, porque actúa desde el lado de la demanda.

Mirar la inversión pública con ojos de macroeconomista no permite ver que ella sirve para proveerle a la sociedad infraestructura y servicios que el mercado nunca le aportará. La actitud frente a la inversión privada es de absoluta prescindencia: si alguien invierte será porque un tercero lo financia. Allá ellos. Quién es uno para decir si esa inversión está bien o está mal, ni para opinar sobre su utilidad social. Lo determinante es la rentabilidad privada esperable del proyecto. El enfoque ante la inversión pública es diferente: lo que importa en su caso es si altera o no los grandes equilibrios macroeconómicos. Si lo hace, debe abandonarse.

Los políticos adoptan un comportamiento semejante, aunque persiguiendo tal vez otros fines, desde votos a retornos. Esto termina por enturbiar del todo la cuestión. La inversión pública tipo Plan Laura es, en definitiva, la mejor servida para los enemigos de la inversión pública porque es la más fácil de desacreditar. Mientras tanto, bajo la lluvia implacable, la inundación elige sus víctimas entre los más pobres, que no casualmente son los establecidos sobre las tierras bajas, anegadizas, de menor valor para el mercado.

Por eso el agua es un drama más social que económico. Por altos que sean los daños, parecerán poca cosa dentro de los grandes agregados económicos. La relación costo/beneficio difícilmente justifique erigir extensas barreras protectoras. Hasta un diluvio, multiplicado por la probabilidad de que ocurra, reduce su impacto a valores probablemente inferiores al costo de las obras necesarias para oponerse a sus efectos. La recomendación del economista será comerse las consecuencias de las catástrofes naturales porque es lo más barato. El error, en ese caso, no estaría quizás en el cálculo, sino en la aplicación de un criterio no apto para estas cuestiones. También hay otra manera de mirar este drama: las zonas inundadas son las más pobres dentro de provincias pobres.

La EPH (Encuesta Permanente de Hogares) tiene la delicadeza de registrar sólo lo que pasa en las capitales provinciales, de situación socioeconómica más desahogada. En Corrientes, el ingreso familiar total del quintil (20 por ciento) más pobre de la población es de 160 pesos mensuales. Ingreso per cápita: $ 39,30. Esto equivale a $ 471,60 anuales, lo cual no parece mucho en un país que ya está arañando los 10.000 dólares promedio por habitante. En otros términos: una quinta parte de la población de la capital correntina tiene un poder de compra que es apenas el 5 por ciento de la capacidad adquisitiva del argentino medio. En cuanto a las familias del segundo quintil, reúnen 338 pesos mensuales, y las del tercero trepan hasta 491.

Los datos para las provincias vecinas, también pasadas por agua, son sutilmente más altos. Desde el punto de vista de las NBI (necesidades básicas insatisfechas), los índices del nordeste son sonrojantes. En Resistencia los hogares con NBI son el 33,8 por ciento. En Formosa son el 32 redondo. En Corrientes, el 31,4. Sin embargo, cuando sobre esas poblaciones pauperizadas se descarga una catástrofe, el gobierno nacional no encuentra plata para suministrar un auxilio inmediato, pese al éxito de la transformación económica iniciada hace ya siete años y a la ola de privatizaciones que libraron al Estado de la carga de las empresas públicas. Una economía que este año generará un Producto Bruto superior a los 340 mil millones de dólares es incapaz de prevenir el desastre y de curar sus heridas sin apelar a préstamos del Banco Mundial. El Estado, que debía salir fortalecido de las reformas, termina siendo más blando que el agua.

Y la historia vuelve a repetirse: formar parte de un país de PBI cada vez más cuantioso, de comercio exterior más significativo y de oferta de bienes más surtida y sofisticada no asegura ni siquiera la satisfacción de las necesidades básicas, ni la protección ante un desastre natural. Los frigeristas decían siempre que el desarrollo lo arreglaría todo, pero este modelo los desmiente. La equidad no es sólo cuestión de tamaño.

 

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