En 1968, la dictadura militar del Brasil mandó quemar los libros del poeta bahiano Gregorio de Matos, que habían sido escritos tres siglos antes. Mientras tanto, en Paraguay, el jefe de la Dirección de Investigaciones aconsejaba al dictador Stroessner que prohibiera un estreno del teatro Arlequín, en Asunción: "Toda la obra es un panfleto contra el orden, la disciplina, el soldado y la ley", decía su informe. La obra, Las troyanas, había sido escrita veinticuatro siglos antes por un tal Eurípides. Carlos Gardel murió hace más de medio siglo. Según mi amigo Juceca, los discos de Gardel ensayan de noche. Lord Chichester Una noche, en una playa de estacionamiento de las muchas que hay en Buenos Aires, Raquel Villagra lo escuchó llorar. Alguien lo había arrojado entre los autos, dentro de una bolsa. Lord Chichester tenía poco tiempo de nacido y ya era desteñido, cabezón y feo. Otra noche, muchas noches después, Raquel vio, desde la ventana, una silueta de cuatro orejas que se recortaban contra la luna llena. A la orilla del tejado, lord Chichester y Milonga, que era del vecindario, estaban esperando bien pegaditos, el eclipse de luna. Antes que el eclipse, llegó el enemigo. Aquella noche, en duelo de amores, lord Chichester perdió un ojo de un zarpazo. Y desde entonces fue tuerto, además de desteñido, cabezón y feo. Y otra noche, cuando Raquel y Juan Amaral estaban sumergidos en la más
profunda de las dormidumbres, lord Chichester los despertó a los chillidos. Los dos
saltaron de la cama. Chillaba lord Chichester como si lo estuvieran desollando. La acróbata Yolanda Barnes empezaba el día saludando a sus dos pescaditos, el triste y el entusiasta, en su casa de Los Angeles. Cuando murió el entusiasta, el triste creció, brilló, y pasó del color gris al rojo fuego. A los saltos saludaba y exigía su comida. Así Yolanda descubrió que el pescadito era pescadita, porque ésas son cosas que a veces ocurren a las viudas. La pescadita saltaba cada vez más alto, y daba vueltas en el aire. Una mañana, Yolanda encontró la pecera vacía. En vano buscó a la acróbata por toda la cocina, hasta que por fin la descubrió hundida en un plato de ajos a medio pelar. La devolvió al agua; la pescadita quedó aplastada contra el fondo de la pecera. Así pasaron los días. La pescadita continuaba su quieta agonía, echando una burbuja que otra. Yolanda, que se sentía mirada por esos ojos rodeados de orillas de sangre, discó el primer número que le vino a la cabeza, pero era el teléfono de un amigo que entendía de autos y de vacas y que sólo había visto peces en el plato, fritos o a la plancha. La pescadita no tenía nombre. Yolanda pensó que era muy triste morirse sin nombre, pero no se le ocurrió ninguno. Pegada al vidrio, le dijo que ella era lo más interesante que había conocido en su vida en materia de peces, y le dijo adiós. Y se marchó a comprar leche y huevos y también un pescadito nuevo. Pero sólo trajo la leche y los huevos. Una semana después, la pescadita daba saltos de circo y se llamaba Milagro. El coplero En los tiempos en que una grabadora ocupaba todo un caballo, Lauro Ayestarán andaba a campo traviesa, recogiendo la memoria de la música. En busca de coplas perdidas, Lauro llegó una vez a un rancho escondido en las lejanías de Tacuarembó. Allí vivía un criollo que había sido mozo bailarín y guitarrero, diestro en los duelos de versos y las tonadas de la patria vieja. Estaba aviejado el hombre. Ya no iba y venía de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta. Andaba agachadito, caminaba poco, se caía mucho, y para levantarse se apoyaba en el lomo de alguno de sus perros. Ya no cantaba, más bien soplaba palabras, pero tenía fama de memorioso: --De lo que hay, no falta nada --susurraba, con un dedo en la cabeza y se reía. Guitarra en mano, nomás rozándola, el viejo verseó, canturreó, tarareó. En la atardecida, sonaron ronquitas las melodías que celebraban la memoria de las vacas sueltas y los hombres libres, mientras giraban y giraban los carretes de la grabadora. El coplero miraba la grabadora de reojo. Más que mirarla, la
sospechaba: La prohibición En el último recodo de la calle Mouffetard, en París, encontré la iglesia de San Medardo. Abrí la puerta, entré. Era domingo, pasado el mediodía. La iglesia estaba vacía, ya se habían apagado los rumores de las últimas plegarias. Había una limpiadora barriendo la misa, desempolvando santos, y nadie más. Recorrí la iglesia de cabo a rabo. A la luz de los cirios, busqué la ordenanza real del año 1732: Por orden del Rey, se prohíbe a Dios que haga milagros en este lugar. Carlos Machado me había dicho que la prohibición estaba grabada en una piedra, a la entrada de esta iglesia consagrada a un santo demasiado milagrero. La busqué, no la encontré. Coronada de ruleros, armada de plumero y escoba, la limpiadora me
contestó sin dedicarme ni una mirada: Soñares Helena bailaba dentro de una caja de música, donde las damas de miriñaque y los caballeros de peluca giraban y hacían reverencias y seguían girando. Aquellos trompos de porcelana eran un poco ridículos pero simpáticos, y daba placer deslizarse con ellos en la espiral de la música, hasta que en una voltereta Helena tropezó, cayó y se rompió. El golpe la despertó. El pie izquierdo le dolía mucho. Quiso
levantarse, no podía caminar. Tenía el tobillo muy inflamado. Mediodía Jesucristo, negro, de lentes, maneja una camioneta. Las destartaladas camionetas, brotadas de gente hasta los techos, se abren paso en la multitud. Todas lucen mil arabescos de colores y todas tienen nombre, se llaman Paciencia, Humillación, Tribulación, Locura. A paso de reina camina una mujer. Lleva un balde lleno de agua sobre la cabeza y bajo el brazo una gallina, que apostará a la lotería. Un hombre trae, atada del pescuezo, una cabra que ofrendará a los dioses venidos del Africa. Los dioses deambulan, mezclados con el gentío que va y viene y sube y baja en un trajín incesante. Aquí nadie tiene trabajo, pero todos están muy ocupados. No hay agua, pero las ropas blanquísimas fulguran al sol. No hay comida, pero muere más gente de risa que de hambre. Es mediodía, y los gallos anuncian el amanecer. Hay dos soles en el cielo y tres ojos en las caras. La luz grita, el aire baila. Tantos colores tiene el aire, que el arcoiris jamás sale, por no pasar vergüenza. Casa sin paredes, autos sin puertas, niños sin zapatos, tumulto sin calles. De cara al mar, en las laderas de las montañas que las uñas del Diablo han desollado a lo largo de cinco siglos, está Port-au-Prince. Esta ciudad, esta basura, esta hermosura, es una estridencia donde la vida se aturde y olvida lo poco que dura y lo mucho que duele. |