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Por James Neilson Todos los años caen las lluvias, se desbordan los ríos y son muchos los pobladores que tienen que ser evacuados, pero la sociedad, sus "dirigentes" a la cabeza, siempre reacciona como si se tratara de un fenómeno totalmente inédito. En lugar de poner en marcha programas ya preparados para hacer frente a estas emergencias --lo cual supondría la existencia de un Estado de verdad--, las autoridades procuran improvisar "soluciones" con el resultado de que el caos se ve multiplicado por mil, sobre todo en aquellos años en los que el desastre adquiere dimensiones nada normales. Que esto haya ocurrido una vez más no debería extrañar a nadie. La Argentina es el país del borrón y cuenta nueva, de los puntos finales, los blanqueos impositivos reiterados y el pasado descartable. Ha hecho de la imprevisión un estilo de vida. Todo lo relacionado con el futuro --el sistema jubilatorio, la educación, la salud pública, la infraestructura-- ha sido descuidado por quienes prefieren vivir en un presente perpetuo. Es lógico, pues, que el idealismo de tantos jóvenes se transforme pronto en el cinismo más absoluto, que dirigentes que en un momento sinceramente querían ser de servicio a la comunidad "maduren" de golpe para dedicarse exclusivamente a asegurar su futuro personal acumulando privilegios y propiedades. Entienden que no les será dado remediar lo heredado de generaciones de antecesores no tan distintos de ellos mismos y optan por venderse: total, ya tienen amigos, familiares y lealtades tanto partidarias como corporativas. Aunque el discurso público de políticos y otros siempre ha sido colectivista, la realidad nunca ha dejado de ser ferozmente individualista. Todos se dicen "solidarios", pero muy pocos están dispuestos a permitir que sus sentimientos tengan consecuencias concretas. Es comprensible: por ser el ingreso per cápita argentino la tercera parte de aquel de la Europa desarrollada, los costos de dotar al país de un Estado mínimamente eficaz serían sin duda agobiadores, lo cual constituye una razón más que suficiente como para procurar prescindir de los organismos que servirían para que la sociedad afrontara sus problemas comunes con la posibilidad de atenuarlos. Pero una mayoría abrumadora ha optado por aceptar la opulencia privada y miseria pública. Si bien cuando las aguas llegan al cuello muchos toman conciencia de lo peligroso que es elegir vivir sin un Estado que sea capaz de encauzar la buena voluntad que siente la mayoría, su frustración durará poco: en cuanto la televisión pierda su interés en este drama, todo volverá a la normalidad.
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