ESTE ABUELITO ES MUY STONE
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Por Miguel Russo El domingo poco antes de las 21, sobre Corrientes al 800, la heterogeneidad de un grupo que crecía minuto a minuto motivaba más de una mirada extraña de los paseantes. Jóvenes con camperas de cuero, treintañeros de patillas a lo Elvis, chicas con mucho efecto mojado y mucha ropa negra, señoras, señores y canosos, caballeros de traje con dama al tono y del brazo. El motivo de la reunión merecía la diversidad. En el Gran Rex, tocaron dos maestros del blues-rock, uno de 70 años y el otro de 67, los dos nacidos en Mississippi --sinónimo de blues del sur--: Bo Diddley y Johnnie Johnson. Dos leyendas de la leyenda de los orígenes del rock'n'roll. Luego de un precalentamiento a cargo de las Blacanblus, una de las leyendas caminó despacio hasta un teclado eléctrico a punto de sucumbir. Tres integrantes de la Debby Hastings Band (una bajista brillante, guitarrista y baterista) arrancaron con la introducción de un blues. El maestro Johnson los miró durante una milésima de segundo y, casi sin moverse, empezó. Fue increíble ver cómo su brazo izquierdo se quedaba quieto mientras la mano volaba sobre los agudos. Johnson dio la melodía, machacó con el contrapunto, barrió los límites precisos del blues. Todo, casi sin moverse: apenas un balanceo de la pierna para llevar el ritmo. Mientras la derecha marcaba los bajos, la izquierda ni se veía. Y cantó, la voz ronca, gastada, precisa. El teclado, aunque zarandeándose enloquecido, aguantó. Fueron 45 minutos de puro blues y un delirio, que llegó de la mano de "Route 66", para justificar la ovación final. Hubo media hora de bache en que el público --bromas y gritos de por medio-- pateó rítmicamente el piso, como lo había hecho luego del cuarteto local. Cuando otra vez las luces se apagaron, la Debby Hastings Band retornó (ahora completa, con una pianista) y la gente empezó a saltar, al ritmo de la introducción --punzante, stone, durísima-- de "Bo Diddley". El haz de luz buscó entre los telones al eterno Diddley que, traje rojo, grandes anteojos, sombrero negro y guitarra cuadrada, entró con el mismo paso de baile de Mick Jagger, llegó al centro de la escena y desató la locura con el primer rasguido. La locura siguió durante una hora (con la fuerza de "I'm a man", "Mona" o "Who do you love") a todo rock, a todo salto hasta que el último rasguido --como si todo estuviera programado-- coincidió con la explosión de una cuerda de su emblemática guitarra cuadrada. Bo --la banda rompiendo el escenario con un blues poderosísimo-- sacó la cuerda, la estiró, parecía que iba a cortarla. Pero, al soltarla, se formó un resorte que arrojó al público que no dejaba de saltar. Diddley había preguntado al finalizar el primer tema: "¿Hay alguien aquí que pueda escuchar rock sentado?" Y no, no había. Al menos hasta la una, en el Gran Rex.
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