La ceremonia de entrega de los premios Cóndor al cine argentino de la temporada 1997 adoleció de un problema básico: los integrantes de las ternas conocían de antemano el resultado de la votación.
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Por Patricia Chaina "Los premios son importantes depende del momento: si estás con la moral baja te ayudan a levantar el ánimo." Alejandro Agresti explicaba así en el hall del Teatro Maipo su teoría sobre los galardones. Eran las 19.30 y faltaba media hora para que en la sala comenzara la ceremonia de entrega de los premios Cóndor a la producción cinematográfica 1997, en que se llevaría nada menos que el galardón a la mejor película. "En mi caso son importantes porque estuve mucho tiempo fuera del país y un reconocimiento así me llega de manera especial, me pone contento", continuaba el director, que formaba una extraña pareja con Julio Mahárbiz, responsable del Instituto Nacional de Artes Audiovisuales. Aunque Agresti hacía como que no sabía, en la antesala del teatro ya se conocían todos los nombres de los ganadores, que la Asociación de Cronistas Cinematográficos había elegido cuatro horas antes. Y Buenos Aires viceversa, su película, había sido elegida la mejor en cuatro rubros: película, guión, montaje y revelación femenina, otorgado a la joven Vera Fogwill. A su lado, Pepe Soriano, que recibiría el premio por sus treinta años en la pantalla grande, sostenía sin pudores, aunque faltaba un buen tiempo para el momento de la entrega: "En mi caso, es un premio a una vida dedicada honestamente al trabajo, más allá del talento. Del trabajo hecho con seriedad, con dignidad y con el mayor de los respetos". Los organizadores habían faxeado a las redacciones a mitad de la tarde los resultados de la votación secreta, por lo cual el rito de la puerta resultó extraño: los que llegaban tenían claro si tenían un papel estelar o les tocaba apenas uno de reparto, y actuaban en consecuencia. A pesar de las ausencias de Adolfo Aristarain, ganador por Martín (Hache) como mejor director, y de Federico Luppi --mejor actor por el mismo film-- la convocatoria nucleó a buena parte de los nombres estelares de la industria argentina. Entre ellos brilló Cecilia Roth, quien hizo una entrada triunfal, entallada en un sobrio tailleur azul y precedida por Eusebio Poncela, de cabello oscuro, boina y anteojos negros. "Llegué hace dos días y todavía estoy atontado por el viaje", dijo el actor español antes de reconocer: "Es el primer premio que gano en la Argentina --todavía no se lo habían entregado--, pero por la relación que tengo con este país, y poniéndome absolutamente cursi, puedo decir que me llega directo al corazón". Contestanto cuantas entrevistas se le cruzaron en el camino, Roth respiró hondo y entró al hall. "En estas situaciones hay que hacer de tripas corazón", dijo, antes de recibir su estatuilla como la mejor actriz del año por su papel en Martín (Hache). "Esto no me gusta pero es parte del trabajo del actor, quizá la que me resulta menos fácil. Con el tiempo uno se da cuenta de que no se puede evitar, y trata de tomárselo con cierto humor", sostuvo. Sonriendo, agradeció entonces el apoyo de "los cronistas del cine argentino", que convalidaron el premio Goya que recibió en España por el mismo film. Pero "este es importante porque viene de la gente que la conoce a una", explicó antes de entrar en el salón, en el que ya había comenzado la ceremonia. Los cronistas de los canales, chochos: no necesitaban esperar al final para obtener declaraciones triunfantes. Sobre el escenario, la entrega siguió la rutina conocida: locutores tratando de imprimir agilidad a sus anuncios, previsibles errores entre esos anuncios y lo que se veía en pantalla, copias de los film en videos de baja calidad, y barras de amigos que vivan a los ganadores. Así Nicolás Scarpino, revelación masculina por su participación en Bajo bandera, pero más conocido por ser la cara de una publicidad bancaria, cosechó cerrados aplausos luego de la única emotiva dedicatoria de la noche. Una placa de reconocimiento al hijo de Luis Amadori, por los 50 años del estreno de Dios se lo pague y otra al Maipo por sus 90 años, precediron la entrega del Cóndor a Pepe Soriano, a quien Miguel Angel Solá aplaudió de pie. En ese momento, entraba en la sala Esteban Sapir, ganador por la fotografía de La vida según Muriel, y se sentaba junto a Soledad Villamil. Su estatuilla la había recibido Eduardo Milecwicz, director del film que ganó como ópera prima. Al final, se la dio, claro.
UNA MESA EN TORNO DE "LA VOLUNTAD II" DE EDUARDO ANGUITA Y MARTIN CAPARROS EL DEBATE QUEDÓ PARA EL OTRO TOMO
Por Cecilia Bembibre Veinte minutos antes de que comenzara la presentación en la Feria del Libro, los asistentes esperaban, haciendo fila, frente a la puerta cerrada. La concurrencia era heterogénea. Jóvenes impacientes masticando chicle, un jugador de fútbol --Carlos Sorín, de River Plate--, varias Madres de Plaza de Mayo, y distintos grupos discutían el tema de la charla que los había convocado: la historia de la lucha armada en la Argentina. Se trataba de la presentación de La Voluntad II, el segundo volumen de la reconstrucción histórica de los años de lucha armada en la Argentina, a cargo de Eduardo Anguita y Martín Caparrós, y a los asistentes los esperaba una sorpresa. Es que cuando a las 19.30 se abrieron las puertas del recinto un grupo de militares salió de la sala, como en un mal chiste. Habían asistido a la conferencia "La vocación y empleo en Defensa y Seguridad". Eran pocos, pero su presencia bastó para que el público ingresara en la sala entre chistes, muecas de asombro y versiones un poco paranoicas. Una vez sentados, Anguita disculpó la ausencia de Caparrós ("se tuvo que ir a vivir a Nueva York"), y no esquivó la ironía de la situación. "Si viera esto un holandés, o un japonés, o alguien que no conoce la Argentina diría 'qué suerte, acá los militares dan empleo y además, los ex militantes de los 70 entran después de ellos a hablar pacíficamente'", comentó. La cronología histórica de este volumen abarca desde la asunción de Héctor H. Cámpora en 1973 hasta el golpe militar del 24 de marzo del 1976. La idea de la colección es proporcionar a la sociedad elementos para la construcción de una memoria precisa y para reflexionar sobre el pasado reciente con buena información. Sin concesiones, de acuerdo con lo expresado por el autor presente: "En este período, no creo que nadie salga bien parado, ni salimos bien parados quienes fuimos militantes revolucionarios, no quienes eran militantes democráticos o reformistas, pero tampoco los sectores del empresariado que dio el caldo de cultivo para el golpe de estado, ni algunos políticos que firmaron el decreto en agosto del '77 para que las Fuerzas Armadas pudiesen "aniquilar a la subversión" y, por supuesto, no salen bien parados quienes protagonizaron el golpe". A su exposición se sumaron, tarde, los diputados Juan Pablo Cafiero y Federico Storani y Pepe Eliaschev, quienes consideraron el libro clave en la tarea de reconstruir la historia, y recordaron épocas de militancia personal. "Veinticinco años después de una época en la que yo también milité, es como verme reflejado", reconoció Cafiero. Storani elogió el valor testimonial de la obra:"La voluntad tiene el gran mérito de salirse del denominador común de los libros que abarcan esta época", y admitió lo doloroso que resulta hacer memoria. "No me gusta mucho entrar en este tema, porque me cuesta mucho salir", expuso. Eliaschev coincidió con él, y puntualizó que "no puede ser leído sin una angustia que impide respirar. Para mí representa la libertad de encontrarme con los muertos y con los vivos. Y reencontrarme conmigo mismo". Anguita les contó que era una angustia que también había invadido a los autores. "Este volumen nos costó porque nos sentimos incómodos: nos resultaba antipático tener que escribir de gente a la que hoy queremos honrar en su memoria, y también tener que escribir de nosotros mismos, en primera persona, demostrando claramente una cantidad de falacias, errores que aún la historia no ha juzgado". Eliaschev criticó alguna metodología utilizada por los escritores ("con toda franqueza, pienso que se debían haber protegido testimonios y lecturas, porque lo que estaba de por medio eran personas de carne y hueso"), aunque subrayó la vigencia de su análisis. "Los 70 son de una actualidad estremecedora, estoy seguro de que no es una suerte de espejismo que tengo", agregó. Aunque Storani recordó a continuación que el debate aún estaba inconcluso, los asistentes tuvieron un nuevo motivo de asombro: el tiempo de la sala se había concluido, por lo cual la polémica debería postergarse hasta el lanzamiento de La Voluntad III. Por suerte, no entraron en la sala otra vez los militares.
La humedad y el mal tiempo porteño le jugaron una mala pasada al poeta uruguayo Mario Benedetti, quien sufrió un ataque de asma cuando se proponía firmar libros. La fidelidad de sus lectores alcanzó, sin embargo, para que recuperara fuerzas y cumpliera finalmente con la tarea, en el marco de una marea de saludos, fotografías y autógrafos. Tres cuadras de lectores se reunieron en la Librería Hernández, en la avenida Corrientes al 1400, con la esperanza de ver la firma del poeta sobre la primera página de sus libros. Benedetti, de 78 años, llegó poco antes de las 18, con dificultades para respirar. Bajó hacia el subsuelo de la librería, se acomodó en el escritorio preparado y, cuando estaba dispuesto a comenzar a firmar, el asma atrapó sus vías respiratorias. Los empleados de la editorial Seix Barral lo ayudaron a trasladarse hacia otro cuarto donde, con la ayuda de un inhalador, se recuperó lentamente. Como consecuencia de su estado de salud, el escritor suspendió las entrevistas periodísticas que había autorizado, pero dejó en pie su compromiso con los lectores. Tras media hora de descanso, volvió a la sala y pidió que bajara el primer grupo de admiradores. "Fue un ataque, disculpen, por suerte estoy un poco mejor", se excusó, mientras mostraba el inhalador oculto en el bolsillo de su pantalón. El subsuelo se llenó entonces de lectores, que con una sonrisa de ansiedad apretujaban sus libros contra el pecho. En el instante del encuentro, cada lector se apresuraba a transmitirle ideas sobre su poema favorito, sus historias de amor o militancia, sus gustos compartidos y hasta recuerdos íntimos. La historia del norteamericano Robert Duffy fue la más original. Con La borra del café bajo el brazo se acercó al poeta para contarle que con la ayuda de sus versos había conquistado a una joven polaca en Madrid, mientras estudiaba español. "Ahora voy a regalarle el libro para su cumpleaños", confesó. Las mujeres eran amplia mayoría entre el público de Benedetti. |