AFERRADOS A UN PEDAZO DE TIERRA
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Por Cristian Alarcón desde Goya Pasará mucho tiempo hasta que vuelvan los escarceos en los zaguanes de esta ciudad, donde todos los umbrales empiezan a ser muros de cemento, intentos particulares de detener una posible inundación total. Mucho más pasará hasta que los ribereños, paupérrimos pescadores, regresen a sus ranchos. En Doña Goya, más allá del puerto, ayer se negoció la retirada final de un grupo terco de 120, que no dejaba el pedazo artificial de arena de 20 por 50 en el que sobreviven, rodeados por el Paraná. "No nos quieren llevar señor con los animales, y cómo la vamos a dejar morir a la chiva atada, que no es más que lo que tenemos", decía un chico ayer hasta que el funcionario de Acción Social ideó instalarlos en el único lugar alto y con espacio para el bicherío de todo Goya: los terrenos de la Sociedad Rural. No había otra salida. Ayer la marca del Paraná volvió a crecer. En Corrientes llegó a 8.05, peligrosamente cerca a la marca histórica de 9.04. En Goya ya está en 6.91 y en creciente, y el viento sudeste retiene la masa hídrica, acumulando agua. "Se viene, chamigo, se viene", se escuchaba en la Municipalidad, donde anoche el intendente Víctor Ballestra ordenó que las ochocientas personas refugiadas en carpas de nylon en el camino al puerto sean evacuadas. En "tiempo de seca", ese millar vive de la caza y la pesca. Desde hace un mes comen de las cuatro ollas de campaña que manejan unas mujeronas sin dientes y de humor ácido. El final de la calle, allí donde había un club y una escuela, la cinta de asfalto se convierte en el Paraná mismo. "Va a ser difícil, jefe", le dice al subsecretario de Acción Social de Goya, Héctor Benedetich, el hombre que maneja la lancha, Lino Trindade, oriundo de Santo Tomé y vocero de los hombres que esperan en la otra orilla. Benedetich quiere intentar subirlos a una barcaza del Ejército, pero el calado de la nave es demasiado para la estrechez de los canales. Saldrán en sus canoas y después los llevarán camiones del Ejército. Por la noche, en el despacho del intendente, la junta de Defensa Civil hacía malabares para lograr espacios para los próximos evacuados, que son mil. Si se evacua la ciudad, no saben aún dónde ubicarán a la masa de 60 mil personas sin techo que dejaría la crecida. Como se sabe que no hay recursos para evacuar a todo el mundo, se incitará a la población a que, si es necesario, se autoevacue. Para ello habrá tres corredores: por uno se irán los que caminen, por otro los autos particulares, y por un tercero los camiones que ayudarán a los que no puedan trasladarse. Mientras se informaba que el gobierno tiene derecho a disponer del transporte existente, uno, desde un teléfono, saltaba de contento: había conseguido que una empresa mande 25 baños químicos para el desastre. El cronista se agacha para hablar con los chicos de la islita y son tantos que lo tapan, se empujan por hablar, y hacen mareas entre ellos. Hay uno que se llama Juan y separa las cabezas coloradas de otros dos, para contar su patrimonio: "Dos perritos, dos gallinas y un gallo". Sergio, de diez, cortos agujereados, y pulóver en azul eléctrico "de los de la iglesia", dice que él tiene "ocho pollos y diez hermanos". Una nena con sonrisa de vieja dice que tenía tres pollitos, pero le queda uno. "Los mató mi perro", cuenta saliendo de entre las piernas y las patas peladas, Juan, uno que mata de risa al resto. "Sí sí, es que tienen hambre y se andan queriendo morder los pollos", explica. Después Juan da unas clases de degüello. "Así se tira, chamigo --dice simulando en el puño un cogote y en el otro las patas del animal--. Y así se le hace al chivo --explica enterrando un imaginario puntazo en el cogote--." Sobre la comida de ellos mismos, al margen de los animales propios, tienen las raciones diarias de la asistencia. "Mejor que en la seca comemos", dice Mirta Violeta, de collar verde loro enredado en los dedos. "¿Sabe qué enfermedad hay en los albergues? --pregunta uno de los hombres de Acción Social más tarde--. Están empachados. Nunca tuvieron cuatro comidas." Cuando se habla de la cantidad de pibes que juegan en la arena, los pescadores enseguida hacen el chiste de la falta de televisión. No hay uno que no haya nacido aquí, igual que las últimas tres generaciones. Roque Aranda tiene 32 años, tres chancletas y tres gurises. En buena época es de ganar tres pesos por kilo de dorado o surubí. O no más de diez por cortar madera como changarín. O casi nada por la venta de animales. "Aquel chivito lo podré negociar en veinte", señala un tal Irrito Juan López. En el campamento hace frío y no hay chicos que tengan calzado. Una nena juega a pisar sólo con los talones el agua, como si se tratara de una versión propia de no tocar las juntas de las baldosas.
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