El suboficial primero Ernesto Adolfo Carenzio pide a la Marina que retiren de su legajo, archivado en la SIN, el mote de "traidor" que le valió su baja, por haber intentado alertar a Perón sobre el complot que el arma tramaba para derrocarlo en 1955. La Armada no hizo lugar y guarda silencio.
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Por Miguel Bonasso Parece la historia del sargento japonés que se pierde en la foresta filipina y continúa su guerra particular durante décadas o la de aquellos personajes del Siglo de Oro español que colocaban la honra por encima de la vida misma. Sin embargo es de aquí, de Puente Alsina, fue cabo músico de la Marina de Guerra y lleva 44 años librando su pelea personal contra esa institución para que saquen de su legajo personal el mote de "traidor" que le "enchufaron" en abril de 1955, por atreverse a denunciar ante el presidente constitucional, Juan Domingo Perón, que los jefes navales conspiraban para derrocarlo. Hace poco, en la penúltima batalla de esa guerra popular y prolongada, el ahora suboficial primero (RE) Ernesto Adolfo Carenzio se dirigió al comandante de la Armada, almirante Carlos Alberto Marrón, y le juró que no andaba detrás de ascensos ni dinero en su reclamo, porque eso equivaldría a "bastardear una acción que no tiene otra motivación que la defensa de mi honor y dignidad". "Seguramente --le escribía unas líneas antes--, en esta época de crisis de valores, donde pareciera que no hay otra motivación que adorar el becerro de oro, alguien puede pensar que es un capricho obsesivo de un viejo, esta preocupación que no tiene más fin que reafirmar la dignidad de una vida y el respeto a la memoria histórica". El almirante guardó silencio. Entonces el ofendido decidió hablar con este cronista en un café de barrio. El antiguo "trompeta", al que sus compañeros de banda llamaban "siete pulmones", es un anciano vigoroso, de rostro colorado y nariz aguileña, que no representa sus 76 años y bien podría personificar al Jean Valjean de Los miserables. Es un duro y por eso conmueve más ver cómo se le escapan las lágrimas al evocar las mil peripecias de una vida tan novelesca como la del personaje de Victor Hugo, en la que estuvo a punto de ser fusilado por sus propios camaradas de armas, en junio de 1956 y en esa Escuela de Mecánica que adquiriría tétrica fama a partir de los años setenta. Un duro que pasa de las lágrimas a la risa sin transición. A esa risa pudorosa de los hombres de su generación que no aceptan la piedad como sucedáneo de la Justicia y aún conservan un certero instinto narrativo.
Un hombre terco El presidente Perón no lo podía creer; estaba en el palco, inaugurando el viaducto Sarandí, cuando empezó a escuchar los gritos: --¡Su ministro de Marina es un traidor! ¡El almirante Olivieri está conspirando! Giró la vista y pudo ver a ese cabo de la Armada, vestido con su chaquetilla de gala, que había logrado cortar la cadena de brazos y manos de la custodia presidencial y se le acercaba, vociferando: --General...¡La patria está en peligro! ¡La patria está en peligro! Gritos inoportunos que fueron rápidamente tapados por la "Marcha de San Lorenzo", mientras algunos hombres vigorosos y expertos se reponían de la sorpresa y arrastraban al impertinente lejos del lugar de la ceremonia. Curiosamente, el cabo Carenzio no fue preso como hubiera querido. Ni ese día, ni en los días siguientes. Extraña impunidad que atribuye a una orden directa del propio almirante Aníbal Olivieri, al que estaba acusando. "Era muy astuto --rememora-- y le convenía hacerme pasar por un loco inofensivo". Tres días más tarde dio un paso aún más temerario: escribió una carta al Presidente y se fue a Olivos a entregarla. Allí tropezó con el favorito de la época, el ministro de Educación Armando Méndez San Martín, a quien no quiso confiársela, porque lo consideraba "un traidor". El funcionario se enojó y le recordó que hablaba "con un ministro de la Nación", pero el suboficial se mantuvo en sus trece y recién se la soltó al mayordomo de la Residencia, Atilio Renzi. Este le prometió respuesta "para dentro de una semana". "Siete pulmones" lo miró en silencio y se alejó lleno de ansiedad. La carta era una bomba y se estaba "jugando la peluca". Sentía más temor que antes de lanzarse al escándalo en el viaducto Sarandí; las rodillas le temblaban como un flan. En la carta denunciaba, con su firma, que la Armada estaba "purgando" a oficiales y suboficiales peronistas y a su vez pedía "una profunda investigación de la Marina, para limpiarla de una buena vez". Por si fuera poco, revelaba que había presentado una denuncia concreta en Control de Estado, que había quedado atascada en las redes de ese organismo, creado por el tétrico teniente coronel Jorge Manuel Osinde que veinte años más tarde se haría célebre como uno de los autores de la masacre de Ezeiza.
La profecía se cumple La semana prometida por Renzi se convirtió en 18 años. El cabo trompeta no tuvo respuesta de Perón a su carta, pero los marinos comenzaron a cambiar sus calificaciones en la foja de servicios que inicialmente había sido brillante. Evaluando su comportamiento en el Liceo Naval Almirante Brown, en el período comprendido entre el 1º abril y el 1º de octubre de 1954, escribía el jefe de división, teniente de fragata Mario Ianni: "Es un excelente profesional, pero antepone decididamente sus intereses al servicio. No quiere permanecer en la Marina". Y más adelante: "No merece fe. Elemento indeseable e inconveniente para la Institución que perdería con él, sin embargo, a un buen músico". Drástico, el comandante, capitán de navío Carlos Bourel sentenciaba: "No debe continuar en el servicio de la Marina". Recomendación que se cumpliría el 20 de abril de 1955, de manera tramposa, cuando lo echaron con una excusa que incorpora su caso a los anales del realismo mágico: "Por practicar un deporte de alto riesgo sin permiso del comandante". En verdad, "siete pulmones" se había hecho paracaidista por las suyas, con la idea delirante de arrojarse en la Residencia de Olivos o en la quinta de San Vicente para llamar de una buena vez la atención del general. Alejado del servicio, pero aún no expulsado, el cabo Carenzio vio cómo se cumplía su profecía y estuvo a punto de morir a causa de ella, cuando el trolebús que lo llevaba cruzó Plaza de Mayo aquel mediodía del 16 de junio de 1955, justo cuando los aviones con el "Cristo Vence" pintado en el fuselaje empezaban a derramar bomba y metralla sobre la ciudad sorprendida e indefensa. Tuvo suerte. El trolebús que venía detrás pasaría a la historia de la crueldad argentina como una negra masa de hierros retorcidos en la que murieron abrasados todos los pasajeros. Al día siguiente Carenzio logró entrevistarse con el mayor Pablo Vicente, el militar que había recuperado el Ministerio de Marina para las fuerzas leales y logró que alguien le reconociera, espantado, que se hubieran ahorrado muchas vidas si alguien le hubiera hecho caso. Alentado por Vicente le llevó el informe al mayor Ignacio Cialcetta, sobrino político de Perón y secretario administrativo de la Presidencia. Este se lo recibió y le prometió, nuevamente, una pronta respuesta. Hoy Carenzio coloca a Cialcetta al frente de la "lista de los traidores", alguno de los cuales --especula-- "le pasó mi carta al Servicio de Informaciones Navales (SIN), donde todavía se encuentra". El gobierno peronista estaba herido de muerte y colapsaría tres meses más tarde. Llegaron los "gorilas", comandados por el almirante Isaac Francisco Rojas. Entre ellos se destacaba el capitán de navío Aldo Luis Molinari, que sembraría el terror desde la Policía Federal y las famosas comisiones investigadoras. Apenas un año antes, Molinari había integrado la Junta de Calificaciones que había pedido la cabeza de Carenzio por "desleal e intrigante". Todos los peronistas podían esperar tiempos difíciles, pero el cabo de la Armada no exageraba al temer por su cabeza.
ESMA, celda 249 En enero del '56, aquel mismo capitán Bourel que en el '54 recomendaba echar al músico de la Armada, había ascendido a director general del Personal Naval y adoptaba con placer "las providencias necesarias" para que el desplazado no pudiera prestar más "servicio en Retiro Activo". Las causas reales ahora se podían poner con todas las letras: Carenzio había "dejado de merecer la confianza" del arma al probarse "que envió una carta poniendo de manifiesto su adhesión al presidente depuesto". Enfrentado con la Marina y con la llamada "Revolución Libertadora", Carenzio se metió de lleno en la incipiente Resistencia Peronista, vinculándose al pronunciamiento cívico-militar que comandaba el general Juan José Valle. Era uno de los escasos marinos que estaba en la conspiración. Y uno de los escasos conspiradores que habían comenzado a realizar "expropiaciones" para la causa. El 27 de mayo de 1956 fue detenido, acusado de ilícitos "contra la propiedad" y lo encerraron primero en un calabozo de la Gendarmería y luego en el camarote número 249 de la ESMA. Allí se pasaría cerca de un año y medio preso, con algunos momentos de terror que preanunciaban el futuro de la ESMA, como los que vivió en junio de 1956 cuando amenazaron con fusilarlo igual que a Valle y sus seguidores. Fue procesado por la Justicia civil, que lo juzgó "por delitos comunes conexos" (esto es, vinculados con causas políticas) y luego por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que, en un fallo contradictorio, lo trató como a un "delincuente común" y al mismo tiempo lo sentenció a un año y tres meses de prisión menor, más el añadido de destitución, por los "delitos de conspiración y proposición para la rebelión", que son de indudable naturaleza política. En cualquier caso, la Justicia militar le negó el retorno a la vida castrense, "por haber incurrido en reiterados delitos a la propiedad". Infatigable, el músico siguió conspirando mientras le nacían cinco hijos (que a su vez le "regalarían" once nietos y diez bisnietos) y se defendía con rudos oficios terrestres: camionero, albañil, pintor o constructor de letrinas. En años duros donde perdió --de una vez-- la dentadura y el don de tocar la trompeta. En 1963 se sumó al COR, que conducía el general retirado Miguel Angel Iñíguez, y adquirió fama en la "pesada peronista" al levantarse un camión, repleto de ametralladoras, de la fábrica Halcón. En 1972 volvió a caer preso, pero lo sacaron dos eficaces defensores de revolucionarios: Rodolfo Ortega Peña y el actual juez Eduardo Luis Duhalde. Aún hoy, cuando Carenzio recuerda al Pelado Ortega Peña (asesinado por la Triple A de López Rega en 1974), vuelve a lagrimear y confiesa: "Para mí nombrar a Ortega Peña es como nombrar a Cristo". En noviembre de 1972 Perón regresó al país tras 17 años de exilio y el cabo de la Marina logró que le concediera una audiencia en su casa de la calle Gaspar Campos. Finalmente, pensó, conocería la verdad.
El japonés vuelve al frente El general lo abrazó y le reconoció (tal vez exagerando) que aún resonaba en sus oídos el grito aquel contra el almirante Olivieri en el viaducto Sarandí. En cambio puso cara de extrañeza cuando el suboficial de la Armada le recordó la carta. --No hijo, nunca la recibí --dijo el Viejo, fatigado. El antiguo trompeta se quedó unos segundos rumiando su rabia "contra los traidores" y luego exclamó con orgullo: --Pero yo, general, cumplí mi misión. --Claro que si, m'hijo --concedió el anciano mientras le regalaba un abrazo de despedida. Al año siguiente, con el triunfo electoral de Héctor Cámpora y la amnistía otorgada por el Congreso, Ernesto Adolfo Carenzio fue reincorporado a la Armada y se le reconocieron los grados perdidos. Ahora sería, para siempre, suboficial primero (retiro efectivo) y podría cobrar su pensión y regresar a la obra social de la Armada. Ignorando lo que decía su legajo personal y desconociendo que estaba guardado en una caja fuerte del SIN, el flamante suboficial creyó, erróneamente, que su guerra personal con la Armada había concluido. Veinte años después se enteró de la verdad por casualidad. Y volvió a la guerra. Había ido al Círculo de Oficiales de Mar (donde se reúnen los suboficiales que hace poco le negaron la entrada a Massera) y se puso a discutir con un colega. La discusión subió de tono y el otro le gritó: "¡Qué andás hablando boludeces si en tu legajo, en el SIN, figura que sos traidor a la Marina!". Ciego de furia reclamó su prontuario y se lo negaron. Lo máximo que le dijeron es que había sido separado del arma "por razones no expresadas". Con el tiempo logró recoger algunos documentos muy reveladores y pasó a la acción: en 1974 le escribió al entonces comandante de la Armada, almirante Enrique Molina Pico, quien le contestó, a través del director de Personal Naval, capitán de navío Miguel Angel Troitiño, que había sido beneficiado por la ley número 20.508 (de amnistía) y que no había nada que rectificar. Carenzio replicó entonces que había sido "perdonado" en 1973, por el mismo hecho por el cual había sido sancionado en 1956, "con el adjetivo de traidor a la Institución", por el delito de cumplir con su "deber de argentino, de estar de parte de la ley" y avisarle al presidente constitucional que unos golpistas conspiraban para derrocarlo. Con buen criterio jurídico, les explicaba a sus superiores que la ley de amnistía había sido para el delito militar de "conspiración y proposición para la rebelión" y no para el de "traición" que le endilgaban. "Amnistía significa olvidar que fue traidor --argumentaba--; rectificación significa reparar, o sea, no fue traidor, fue leal a la ley, y esto es lo que quiero que se escriba y se agregue en mi legajo". Luego, en una exhortación a reparar "la infamia" que se había cometido con él 40 años antes, el anciano desnudaba la matriz humana de su exigencia: "Capitán Troitiño, tengo nietos de 30 años y entre ellos se discute si el abuelo fue o no fue (desleal a la Armada)". La respuesta la dio el contraalmirante Leónidas Jesús Llano en un seco oficio fechado el 16 de febrero de 1995, donde le comunicaba que "el señor asesor jurídico de la Armada dictaminó que no corresponde hacer lugar a lo solicitado por Ud., de que se rectifiquen los términos de la disposición en cuestión, quedando agotada la instancia administrativa". "Siete pulmones" no se dio por rendido y mandó más cartas acusando de "subversivos" a los que bombardearon la ciudad abierta de Buenos Aires y profanaron el cadáver de Eva Perón. En la misiva a Marrón, citada al comienzo de esta nota, le advierte al almirante que "va a luchar hasta el último aliento" para reparar "esta injusticia", no porque crea que su dignidad y su honor están confinados a "las constancias de un legajo personal", sino "por el amor que profeso a la Marina de Guerra" y porque "quiero legar, a mis hijos y mis nietos, la convicción de que el honor naval mueve a los hombres que hoy conducen la Marina". Al final, hace reserva de su derecho a solicitar que se lo haga comparecer finalmente ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas para dictaminar si fue o no un traidor y también el "de hacer público este hecho a la ciudadanía". Lo que está ocurriendo en este momento. |