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Por James Neilson |
Por desgracia, las cosas no son tan sencillas. Aunque los arranques esporádicos de solidaridad que conmueven tanto a los sensibles parecen mucho más simpáticos que los esfuerzos rutinarios que son propios de países mejor organizados, también resultan decididamente más baratos. Este detalle es fundamental en un país en el que el ingreso anual promedio es inferior a nueve mil dólares y el poder de compra no alcanza la tercera parte del norteamericano: un Estado de verdad, comparable con los del mítico "Primer Mundo", costaría muchísimo dinero, mientras que cierta medida de "justicia social" supondría un sistema impositivo que aplastaría no sólo a los ricos sino también a la clase media, lo cual desataría una crisis económica que depauperaría a todos. Por eso, es nula la posibilidad de que un futuro gobierno trate de dotar al país de un Estado eficiente o de reducir un poco la brecha, que ya es enorme, que separa a la minoría solvente de la mayoría paupérrima. El orden político nacional se basa en el presupuesto de que el país es mucho más próspero de lo que realmente es. Gracias a este pequeño malentendido, los conservadores pueden reivindicar el statu quo, atribuyendo los males que se dan a la presunta voracidad del Estado, y los progresistas no se sienten obligados a reclamar un aumento impositivo feroz que horrorizaría a la clase media y destruiría sus esperanzas de llegar al gobierno. Asimismo, por ser la Argentina un país tan opulento, a muchos políticos les parece perfectamente natural gastar como multimillonarios y mostrarse indignados si a alguien se le ocurre preguntarles el origen de sus ingresos. Aunque la hipocresía así supuesta sea desagradable, es necesaria para que el sistema no se desplome, lo cual con toda seguridad sucedería si la clase dirigente tuviera que reemplazar la Argentina imaginaria de su retórica con el país pobre de la realidad y actuar en consecuencia.
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