Ellos no podían haber imaginado que, sesenta años después de creado, el BKF iba a ponerse otra vez de moda. En realidad, el día de 1938 en que se sentaron en un estudio de Buenos Aires a bosquejar un diseño, ellos no imaginaban nada de lo iba a pasar con su obra. Eran por entonces tres arquitectos jóvenes --dos argentinos y un catalán-- y ni siquiera intuían la fama. Le pusieron BKF sencillamente por las iniciales de sus apellidos: Bonet, Kurchan, Ferrari Hardoy. En Estados Unidos después se hizo conocida como la "Butterfly chair" o "Hardoy Chair". Pero ellos no pensaban entonces en nombres en inglés ni en técnicas de marketing. Se habían recibido poco tiempo antes y lo que querían era desafiar, ser diferentes. Tenían ese toque genial de los que van un paso adelante. Lo que no tenían era sentido comercial. Ni pizca. Por eso no lo patentaron. Así, simplemente: no se les ocurrió. Años después uno de ellos se reiría recordando cómo una endeble primera versión del sillón --aún mal calculada-- sirvió de asiento a un potencial y obeso cliente. El hombre se fue con todo su volumen al piso y el negocio quedó tan pulverizado como su orgullo. Se querían morir: por el bochorno y la pérdida del cliente. Todavía no sabían que poco importaban el gordo y su papelón, porque lo que habían creado iba a ser una de las sillas más vendidas del mundo. La fama se les vino encima más adelante: la silla fue ganando en popularidad y prestigio, recibió premios de diseño y llegó a la cima, al Museo de Arte Moderno de Nueva York, donde aún hoy forma parte de la colección estable. Fue el curador de diseño industrial de ese museo, Edgar Kaufman, quien encargó los primeros BKF en serie. Más tarde cerraron un trato con la casa de diseño Knoll International, que empezó a fabricarlo bajo licencia. Pero al mismo tiempo que ganaba fama, la silla cosechaba copias. Millones de copias. Algunas bastante parecidas al original. Otras espantosas. Y no había sido patentada. Knoll inició un juicio por derechos pero lo perdió. A partir de entonces, el BKF pudo imitarse legalmente. Hoy es mencionado en los textos de diseño como una de las sillas más copiadas en el mundo. Uno de esos arquitectos era mi padre. Cuando yo nací, la silla ya había recorrido un largo camino de fama y plagios. Su prestigio como profesional había ido mucho más allá de ese diseño. Pero recuerdo, de chica, verlo aún detenerse ante alguna de esas horribles copias que decoraban los porches de las casas veraniegas. Sus ojos ardían de bronca. No sé si contra quienes habían copiado su creación o contra sí mismo, por no haber podido preverlo. El supo que se había vendido en todas partes del mundo, que fuera donde fuera uno podía toparse con el sillón. Pero no creo que pudiera imaginar que en 1998, más de 20 años después de su muerte, el BKF iba a ser otra vez moda en Buenos Aires. Que las casas de muebles iban a volver a ponerlo en las vidrieras, como si fuera el último diseño. Que algún canal de televisión lo iba a ubicar en su "living" para depositar allí a los invitados. Menos aún hubiera pensado que una nieta de siete años que él no llegó siquiera a imaginar señalaría un día una publicidad de zapatos en una revista y diría: "Mirá, el sillón de mi abuelo". . |