Por Guillermo Ravaschino Una vez más la renacida sala del Cosmos se anima a
divulgar un título despreciado por los grandes circuitos de distribución local. Se trata
de El odio, segundo opus de Mathieu Kassovitz, que en 1995 --cuando él contaba con
25 años-- lo consagró como algo más que una promesa entre los cultores del cine social,
que forman legión entre los jóvenes franceses. Como primera aproximación, podría
decirse que El odio es algo así como Pizza, birra, faso pero filmada por
Esteban Sapir. Gira en torno de tres adolescentes, Vincent, Said, Hubert, que sobreviven
en los márgenes de la metrópolis como los de Pizza... Y está filmada en blanco y
negro, con una exquisitez de encuadres como la que ostentó Sapir en Picado fino,
film que, por otra parte, comparte unos cuantos rasgos con la vanguardia francesa de hoy.
Un proceso que se denomina "forzado" le permitió a Kassovitz rodar secuencias
con muy poca luz y lograr imágenes de alto contraste, muy apropiadas para el feroz
contrapunto que preside el drama. La secuencia de apertura, un soberbio clip con imágenes
documentales de razzias y manifestaciones reprimidas, ya sienta el tono desde el vamos. El
resto será ficción. Pero siempre estará presente el conflicto entre los marginales y la
policía operando como leit-motiv.
La estructura es transparente, intensa. Cuenta una historia que arranca
a las 10.38, en La Cité (una especie de Fuerte Apache), para culminar 24 horas más
tarde. Cada salto en el tiempo está subrayado por un cartel. El resultado es un puñado
de fragmentos en tiempo real que concentran lo más espeso que aconteció ese día. La
muerte de un joven árabe a manos de la policía es el motor. Y la violencia, una
constante (contenida o manifiesta). Said también es árabe. Vincent, judío, encontró
una Magnum reglamentaria y se le ha metido en la cabeza la idea de utilizarla para
vindicar al muerto. Hubert, que es negro, se perfila como el más equilibrado del grupo.
Hay que apuntar que sus prácticas solitarias de box --que le sirven para descargar
tensiones sobre una bolsa-- obran como una justificación pueril de ese equilibrio. Y la
cerrazón de Vincent, que anhela la venganza como un niño (y por eso se la pasa con la
Magnum en la cintura), también acusa cierta manipulación, aquí con vistas a forzar la
tensión con los uniformados. A estos no les faltan sus representantes "buenos"
--cierto vecino del barrio, un agente muy amable de París y un tercero que resiste la
tentación de unirse a sus pares en un interrogatorio salvaje--, con lo que todo apunta,
por momentos, a sacar el tema de la órbita social para ubicarlo en el plano de las
personalidades.
Aspecto visual al margen, esta veta aproxima El odio a algunos
productos renombrados del cine yanqui "de negros" (como la famosa Los dueños
de la calle, de John Singleton). Claro que lo mejor del film está en otra parte:
ciertos giros oportunos, como la detención de Said y Hubert en el centro de París
--confirmando que la capital no ha sido hecha para ellos--, o la trifulca con los
skinheads, que pone sobre el tapete la cuestión xenofóbica sin otro recurso que la pura
imagen. Y la gran secuencia de esa tarde gris, serena, que convoca al trío junto a muchos
otros para comer panchos y escuchar música sobre la terraza de un monoblock. Parecen
dueños de la vida --no de la muerte-- y hasta la perspectiva los presenta allí, bien
alto. Cuando la policía irrumpe para clausurar la fiesta, la sensación de
incompatibilidad entre la libertad de aquellos jóvenes y el estado de las cosas se impone
con belleza y fuerza. Algo parecido sucede cuando traman y conversan al pie de un
tobogán, y aparece un móvil de la TV amarilla para asediarlos con preguntas típicas.
Cuando la juventud se expande, parece sugerir El odio en estos tramos, ahí están
los largos brazos de la Société --armados con pistolas o teleobjetivos-- para
recordarle quién es el que manda.
GATTACA, EXPERIMENTO GENETICO 4 PUNTOS
(Gattaca) Estados Unidos, 1997.
Dirección y guión: Andrew Niccol.
Fotografía: Slawomir Idziak.
Música: Michael Nyman.
Intérpretes: Ethan Hawke, Uma Thurman, Alan Arkin, Jude Law,
Loren Dean, Gore Vidal y Ernest Borgnine.
Estreno de hoy en los cines Ocean, Atlas Santa Fe, Gral. Paz,
Cinemark, Rivera Indarte, Cinemá Adrogué, Village de Avellaneda y otros.
Por H. B.
En medio del nuevo auge de la ciencia ficción, Gattaca, experimento
genético elige un camino distinto al del grueso de sus competidoras. En lugar de la
variante "bichos inmundos atacan", la opera prima del neocelandés Andrew Niccol
elige el costado más especulativo del género. Ese que basa su efecto no en el terror y
las viscosidades, sino en la pregunta: "¿Qué pasaría si... ?" En este caso,
si en un futuro no tan lejano -como advierte un cartel colocado al comienzo-- fuera
posible la programación genética por computadora. Habría una elite de ciudadanos
"válidos" (los programados) y otros "no válidos", nacidos, como el
protagonista, de un parto normal y por lo tanto expuestos a la imperfección y la
consecuente discriminación.
Vincent (Ethan Hawke) aspira a viajar al espacio, algo que sólo a los
"válidos" les está permitido. Para conseguirlo, trocará su identidad con un
tal Jerome, hijo brillante de la ingeniería genética. A quien, sin embargo, un accidente
condenó a la silla de ruedas. Si Vincent llegará o no hasta la soñada Titán (una de
las muchas lunas del planeta Saturno), depende de que las autoridades no descubran el
cambio de identidades. Es en ese punto donde Gattaca abandona sus pretensiones
especulativo-filosóficas para apostar a más terrenales inquietudes, propias de un
thriller.
Pero ése queda a medio camino en el terreno de la especulación y
naufraga decididamente en el de la intriga. Preocupado por darle a su film un aire
existencial, Niccol, autor del guión, parece haber descuidado las cuestiones más
elementales de la trama. El espectador debe aceptar, por ejemplo, que un simple frotado
matinal de piel y cabello le basta al protagonista para disimular sus rasgos genéticos y
sortear los sofisticadísimos sistemas de control de la megacorporación para la que
trabaja. El problema es que el tono general de Gattaca transpira gravedad y
seriedad. Y ninguno de ellos, se sabe, es amigo del disparate.
Los cabos sueltos e inconsecuencias se multiplican. ¿Quién es, por
caso, ese alto director de la corporación que aparece asesinado una mañana? ¿Quién lo
mató y por qué? ¿Qué tiene que ver toda esta intriga policial con los sueños
astronáuticos de Vincent/Jerome? ¿Es posible que el investigador sea su hermano? ¿Qué
hacen allí el escritor Gore Vidal y el veterano Ernest Borgnine? ¿Y la bella y aquí
supergélida Uma Thurman? ¿Habrá sido Gattaca una mera excusa para que la Thurman
y Ethan se conozcan y se casen? |
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