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"EL ODIO", CINE JOVEN SOCIAL FRANCES

PANCHOS, BOXEO, FASO

Cercano por estética y temática a lo mejor de dos recientes estrenos nacionales, "Pizza, birra, faso" y "Picado fino", el film de Mathieu Kassovitz cuenta bien una historia difícil.


Said, Vincent y Hubert, el trío más mentado de los suburbios de París, según el film de Kassovitz.
La película que se anima a estrenar el cine Cosmos es de 1995 y fue rodada en blanco y negro.

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Por Guillermo Ravaschino

t.gif (67 bytes) Una vez más la renacida sala del Cosmos se anima a divulgar un título despreciado por los grandes circuitos de distribución local. Se trata de El odio, segundo opus de Mathieu Kassovitz, que en 1995 --cuando él contaba con 25 años-- lo consagró como algo más que una promesa entre los cultores del cine social, que forman legión entre los jóvenes franceses. Como primera aproximación, podría decirse que El odio es algo así como Pizza, birra, faso pero filmada por Esteban Sapir. Gira en torno de tres adolescentes, Vincent, Said, Hubert, que sobreviven en los márgenes de la metrópolis como los de Pizza... Y está filmada en blanco y negro, con una exquisitez de encuadres como la que ostentó Sapir en Picado fino, film que, por otra parte, comparte unos cuantos rasgos con la vanguardia francesa de hoy. Un proceso que se denomina "forzado" le permitió a Kassovitz rodar secuencias con muy poca luz y lograr imágenes de alto contraste, muy apropiadas para el feroz contrapunto que preside el drama. La secuencia de apertura, un soberbio clip con imágenes documentales de razzias y manifestaciones reprimidas, ya sienta el tono desde el vamos. El resto será ficción. Pero siempre estará presente el conflicto entre los marginales y la policía operando como leit-motiv.

La estructura es transparente, intensa. Cuenta una historia que arranca a las 10.38, en La Cité (una especie de Fuerte Apache), para culminar 24 horas más tarde. Cada salto en el tiempo está subrayado por un cartel. El resultado es un puñado de fragmentos en tiempo real que concentran lo más espeso que aconteció ese día. La muerte de un joven árabe a manos de la policía es el motor. Y la violencia, una constante (contenida o manifiesta). Said también es árabe. Vincent, judío, encontró una Magnum reglamentaria y se le ha metido en la cabeza la idea de utilizarla para vindicar al muerto. Hubert, que es negro, se perfila como el más equilibrado del grupo. Hay que apuntar que sus prácticas solitarias de box --que le sirven para descargar tensiones sobre una bolsa-- obran como una justificación pueril de ese equilibrio. Y la cerrazón de Vincent, que anhela la venganza como un niño (y por eso se la pasa con la Magnum en la cintura), también acusa cierta manipulación, aquí con vistas a forzar la tensión con los uniformados. A estos no les faltan sus representantes "buenos" --cierto vecino del barrio, un agente muy amable de París y un tercero que resiste la tentación de unirse a sus pares en un interrogatorio salvaje--, con lo que todo apunta, por momentos, a sacar el tema de la órbita social para ubicarlo en el plano de las personalidades.

Aspecto visual al margen, esta veta aproxima El odio a algunos productos renombrados del cine yanqui "de negros" (como la famosa Los dueños de la calle, de John Singleton). Claro que lo mejor del film está en otra parte: ciertos giros oportunos, como la detención de Said y Hubert en el centro de París --confirmando que la capital no ha sido hecha para ellos--, o la trifulca con los skinheads, que pone sobre el tapete la cuestión xenofóbica sin otro recurso que la pura imagen. Y la gran secuencia de esa tarde gris, serena, que convoca al trío junto a muchos otros para comer panchos y escuchar música sobre la terraza de un monoblock. Parecen dueños de la vida --no de la muerte-- y hasta la perspectiva los presenta allí, bien alto. Cuando la policía irrumpe para clausurar la fiesta, la sensación de incompatibilidad entre la libertad de aquellos jóvenes y el estado de las cosas se impone con belleza y fuerza. Algo parecido sucede cuando traman y conversan al pie de un tobogán, y aparece un móvil de la TV amarilla para asediarlos con preguntas típicas. Cuando la juventud se expande, parece sugerir El odio en estos tramos, ahí están los largos brazos de la Société --armados con pistolas o teleobjetivos-- para recordarle quién es el que manda.

 


 

GATTACA, EXPERIMENTO GENETICO 4 PUNTOS

(Gattaca) Estados Unidos, 1997.

Dirección y guión: Andrew Niccol.

Fotografía: Slawomir Idziak.

Música: Michael Nyman.

Intérpretes: Ethan Hawke, Uma Thurman, Alan Arkin, Jude Law, Loren Dean, Gore Vidal y Ernest Borgnine.

Estreno de hoy en los cines Ocean, Atlas Santa Fe, Gral. Paz, Cinemark, Rivera Indarte, Cinemá Adrogué, Village de Avellaneda y otros.

Por H. B.

En medio del nuevo auge de la ciencia ficción, Gattaca, experimento genético elige un camino distinto al del grueso de sus competidoras. En lugar de la variante "bichos inmundos atacan", la opera prima del neocelandés Andrew Niccol elige el costado más especulativo del género. Ese que basa su efecto no en el terror y las viscosidades, sino en la pregunta: "¿Qué pasaría si... ?" En este caso, si en un futuro no tan lejano -–como advierte un cartel colocado al comienzo-- fuera posible la programación genética por computadora. Habría una elite de ciudadanos "válidos" (los programados) y otros "no válidos", nacidos, como el protagonista, de un parto normal y por lo tanto expuestos a la imperfección y la consecuente discriminación.

Vincent (Ethan Hawke) aspira a viajar al espacio, algo que sólo a los "válidos" les está permitido. Para conseguirlo, trocará su identidad con un tal Jerome, hijo brillante de la ingeniería genética. A quien, sin embargo, un accidente condenó a la silla de ruedas. Si Vincent llegará o no hasta la soñada Titán (una de las muchas lunas del planeta Saturno), depende de que las autoridades no descubran el cambio de identidades. Es en ese punto donde Gattaca abandona sus pretensiones especulativo-filosóficas para apostar a más terrenales inquietudes, propias de un thriller.

Pero ése queda a medio camino en el terreno de la especulación y naufraga decididamente en el de la intriga. Preocupado por darle a su film un aire existencial, Niccol, autor del guión, parece haber descuidado las cuestiones más elementales de la trama. El espectador debe aceptar, por ejemplo, que un simple frotado matinal de piel y cabello le basta al protagonista para disimular sus rasgos genéticos y sortear los sofisticadísimos sistemas de control de la megacorporación para la que trabaja. El problema es que el tono general de Gattaca transpira gravedad y seriedad. Y ninguno de ellos, se sabe, es amigo del disparate.

Los cabos sueltos e inconsecuencias se multiplican. ¿Quién es, por caso, ese alto director de la corporación que aparece asesinado una mañana? ¿Quién lo mató y por qué? ¿Qué tiene que ver toda esta intriga policial con los sueños astronáuticos de Vincent/Jerome? ¿Es posible que el investigador sea su hermano? ¿Qué hacen allí el escritor Gore Vidal y el veterano Ernest Borgnine? ¿Y la bella y aquí supergélida Uma Thurman? ¿Habrá sido Gattaca una mera excusa para que la Thurman y Ethan se conozcan y se casen?



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