Los hombres libres cabecean a las mujeres, éstas, cautivas, fulgurantes meteoros, fino paso de tiempo, esperan anhelantes a que las elijan. El hombre aceptado se acerca y ella se deja llevar, se enlazan en lentitud doliente; se descongelan, vibran, se proyectan al resto de los cuerpos abrazados y se ensamblan, se encarnan en la aglomeración hecha hermandad. Están los "estilistas", muy pendientes de lo que deben hacer y del orden correspondiente, la van de estatuas: él mira para un lado y ella para el otro, se mueven buscando el reconocimiento exterior, necesitan ser aprobados para justificarse. Están los "repolleros", que precisan especular con los firuletes y patadas y giros bruscos para ocultar la inseguridad. A los desplantes les llaman "figuras". Marcan exageradamente el compás. En una pieza agotan el repertorio. Están los "saloneros", remarcando la prosapia de otros años para que no se engañe la gilada; saben abrazar y aunque miran el mismo horizonte están solos, cada uno en su mundo, controlando el equilibrio. Bailan sabiendo que la vida se les va. Están los "teatraleros", mezcla de estilistas y repolleros, son los que bailan el "tango fantasía", bailan separados, cada uno de ellos le dice al público: fíjense qué bien que bailo, vean esta "figura"; les da lo mismo un rock o la marcha de Garibaldi, no tienen matices, no escuchan la música, les da lo mismo D'Arienzo que Piazzolla. Están los "canyengues", no hace mucho se los llamaba "orilleros", tienen sus categorías, cada una, en menos o en más, cerca de otro estilo, pero con el agregado del movimiento superior del cuerpo, llevan el ritmo con los brazos, hay veces que las manos entrelazadas las bajan hasta la cintura, ellos creen que es un "detalle" de elegancia y no de extravagancia, se inclinan como boxeador al infighting, cometen dos pecados mortales: uno, mirar los pies, dos, creer que son los auténticos bailarines de tango. Están los "modernosos", ellos mismos aseguran ser la culminación del porte, la elegancia y la síntesis de lo que debe ser el "verdadero" baile tanguero; son buenos pero les falta esencia, aliento de barrio, pretenden que la música los siga a ellos. Están los "saltarines", es fácil detectarlos, dan saltitos sin sentido, denotan orígenes de estudios truncados en danza clásica; no molestan, tampoco se molestarían si se les dijera que son algo ridículos. Están los "sensuales", intentan eso, se los encuentra en diferentes estilos pero se evidencian más entre los teatraleros y los modernosos; hay mucha pierna de hombre que se encaja sin disimulo entre las de la mujer, y ésta que levanta la suya con la aviesa y sana intención de abrazar la cadera del compañero, intentan mirarse lo más lascivamente posible, pegan los cuerpos y las caras, está bien y lo hacen bien; la contra es que cuando la impostación es regalada se parecen a Gene Kelly y Cyd Charisse, lo que no está mal, para éstos. Están los "boleristas", son los que si se les cae el mundo al lado no se dan cuenta, pero no porque estén embelesados entre ellos, es que son sordos; la abuela les enseñó a bailar desde chicos contando "uno, dos, tres, juntar"; ellos se excusan con honestidad: "peor es quedarse en la silla y planchar". Y están los "caminadores", los milongueros que hacen de este baile una conversación íntima, cara a cara, callada confesión que se escucha con veredicto de linaje, se mueven transportados por la emoción de la música, la sienten por el oído, la llevan al corazón, la descargan en los pies y la interpretan con recogimiento, no necesitan el estímulo ni la aprobación de los de afuera, no juzgan ni se dejan juzgar, saben lo que hacen: bailan el tango con la sangre despierta, son los mejores. Pero también están los "dramáticos", o personajes de novela, como "el Negro de Lugano", arito a lo Maradona y pelambre atada a la espalda, que acaba de llegar a la milonga rodeado de amigos con los que compartió cena y vino. Ve a "la Rubia", su compañera de baile primero, su hembra después, en brazos de un gil meneándola en la pista sin idea de cuáles son los dedos claves para el bandoneón. Al Negro le jode verla en brazos de otro, le jode hasta el caracú pero se aguanta, le jode porque es "su" compañera y porque aunque él haya llegado tarde ella debería haberlo esperado y no dejarse tentar por la música de Pugliese de la que son fanáticos hasta la traición. La Rubia lo ha visto, deja al gil y va hacia el Negro que, apenas la tiene a mano, le da un soberano sopapo de esos y le espanta la melena que él tanto honra. Ella, sabiéndose en falta y correspondida, con la cabeza en alto va al baño, a llorar y arreglarse para el hombre. Este, y sus amigos, que prendiendo cigarrillos han enmascarado la fastidiosa eventualidad, se acomodan a la mesa. Música que llega al alma como sacudón de hachazo; Don Osvaldo Pugliese flota, disfruta, boya, se mece entre luces de papel picado, volutas de humo y vasos de whisky, sonríe y guiña el ojo; el evangelio de la noche porteña se ha coronado en el altar mayor. |