Después de una clase en Filosofía se me presentó: muy seria, un rostro limpio, una mirada melancólica, un peinado liso, vestida con sencillez y cierto recato. Me di cuenta de su dignidad. Me dijo su nombre y luego la frase: --Yo estuve con Elisabeth en El Vesubio. Eso bastó. Volví al drama que me costó tanto insomnio, impotencia y vergüenza. La prisión, tortura y muerte de la estudiante alemana Elisabeth Kaesemann, a manos del Ejército Argentino. Vejada hasta el extremo en el campo de concentración de El Vesubio, bajo la omnipotencia del general Suárez Mason. Asesinada por el teniente coronel Pedro Alberto Durán Sáenz, alias Delta, dueño y señor de torturados y zaheridos, gozoso sayón de picana y garrote. En este mayo, Elisabeth cumplía años, en este mayo fue asesinada. Me doy cuenta de que estoy ante otro testimonio valioso de aquellos años, años que nunca terminarán de sorprendernos y avergonzarnos. Siempre saldrá a la luz otro detalle, otro testigo que vuelve de las tinieblas. Han pasado más de veinte años. Elisabeth Kaesemann regresa una vez más, la joven estudiante de Sociología que vino de Berlín a hacer su trabajo final de sociología y se encontró que en la tierra de las pampas ubérrimas y el canto de las espigas doradas había miserias y fango, villas atroces y gente tratada como basura. Tierra en la que también había generales, almirantes y brigadieres dispuestos a cortar de cuajo cualquier intento de cambiar ese estado de cosas. --Me decidí a hablar con usted cuando hace casi tres años leí su nota "El regreso de Elisabeth" donde informaba que en Alemania se había bautizado con el nombre de Elisabeth Kaesemann a una hermosa casa en la ciudad de Essen dedicada a madres jóvenes solteras. Fue cuando volví a verla, a recordarla en el campo de concentración de El Vesubio, cuando movía sus labios sin palabras para darme su dirección en Alemania, porque sabía que muy pronto la iban a asesinar. Su boca moviéndose se me presenta siempre y siempre, cuando estoy leyendo, en sueños, cuando viajo, al final de las tareas: mientras yo viva, Elisabeth no cejará de aparecer, y muda, con el movimiento de sus labios, me dará su dirección en Tübingen, la ciudad de los estudiantes, de allí donde salió ella para cumplir con su mandato cristiano. Veo que la desconocida que se me acaba de presentar está muy emocionada. Caminamos. Me olvido de todo lo que me rodea. La escucho: --Me llamo Ana María Disalvo, soy psicóloga, tengo sesenta años, vivo en Lomas de Zamora. Fui secuestrada en mi domicilio junto con mi marido, por una patota, el 4 de marzo de 1977, hace más de veintiún años. Entraron a las tres de la mañana, vestían de civil, pero tenían botas militares. Nos llevaron. A nuestro pequeño hijo de un año y seis meses lo dejaron con una adolescente que teníamos para servicio doméstico. Robaron todo. Rompieron todo. Nos secuestraron y nos llevaron a lo que después nos enteraríamos que era El Vesubio, en el camino a Ezeiza. Nos torturaron bárbaramente con electricidad. Querían saber todo y nosotros no sabíamos nada. Eso era lo peor que nos podía pasar. No sabíamos dar ningún dato. Se nos acusaba de tres cosas: que a nuestra casa entraba mucha gente joven, que teníamos un niño pequeño y que yo era psicóloga. Tres características subversivas. La gente joven que entraba a nuestra casa eran corredores de la distribución de mi marido que tenía una central de productos; que yo era psicóloga lo sabía todo el mundo y, además, era socia de la Asociación de Psicólogos de Lomas de Zamora, que muchas veces se habían reunido en mi casa, para lo cual teníamos permiso de la policía de Lomas. Aquí estallaron en carcajadas los torturadores. Dijeron: "Ah, esos se venden por cualquier cosa". Cuando se dieron cuenta de que nosotros no éramos ni siquiera perejiles nos tuvieron prisioneros más de dos meses para ver si algún otro torturado nos mencionaba como miembros de alguna organización. Fueron setenta y tres días en el infierno. En cuchas, todo el día tirados, encadenados de manos y pies, con capucha. Las mujeres separadas de los hombres. Me relata con dolor que ella lo pasó llorando, sin comer. Como desayuno un jarro de mate cocido o cascarilla de café con un pan; como almuerzo y cena lo mismo: guiso de porotos o fideos con carne podrida y gusanos. A cada prisionero que ingresaba, un detenido, por imposición de un guardia vestido de civil pero con botas de la policía bonaerense, le decía: "Acá no hay lugar para la iniciativa personal". El lema del mayor Durán Sáenz. (Todo un tema para una investigación que nos llevaría a indagar la educación impartida en el Colegio Militar: subordinación y valor, obediencia debida y punto final para servir a la Patria.) La testigo me describe minuciosamente las instalaciones, las jornadas, el movimiento. Dos métodos distintos: a las mujeres presas se las humillaba, a los hombres, se les golpeaba con palos y porras. A las mujeres las dejaban ir al baño cuando querían. Era el gozo que el mayor Durán Sáenz le permitía a sus guardianes: con puerta abierta. A los hombres sólo dos veces: a la mañana y a la noche. El que se hacía encima debía tragarse todo. Las mujeres escuchaban desde su soledad los horribles ecos de las arcadas, los vómitos y los gritos y las carcajadas nacionales. Claro, el reo estaba faltando a aquello de que estaba prohibida la iniciativa personal. Subordinación y obediencia debida hasta para cagar. (La escena es perfecta. Ana María Disalvo se detiene como si estallara en arcadas. Yo tengo ya la náusea, pero veo ante mí la imagen de Durán Sáenz y me contengo. Subordinación y valor para defender la Patria.) (Los coroneles y generales de hoy que supieron de esas arcadas y vómitos, de alaridos de torturados, de gemidos de ya muertos, ¿cómo pueden dormir hoy? ¿Qué método emplea usted, general Balza, para que ninguno de sus pares sufra insomnio?) Tres de las detenidas colaboraban directamente con Durán Sáenz: Silvia, Donatila (apodada la Tana) y Cristina. Silvia era la amante oficial de Durán Sáenz. Eso no obstó para que una noche los presos oyeran gritos horribles: eran Silvia y Donatila a quienes los guardias les arrancaban la ropa del cuerpo. Ellas se negaban porque sabían que iban a ser "trasladadas" y que en el "traslado" ya no iban a necesitar esos vestidos elegidos por Durán Sáenz. Los gritos de Silvia y Donatila han quedado para siempre en el camino a Ezeiza. (Le digo a Ana María Disalvo que no puedo seguir. Que necesito correr, tomar aire, como cuando me daba la mano mi hermano mayor y corríamos para llegar cuanto antes a los juegos de la placita Alberti y reír en la hamaca y pensar en las vacaciones en el campo, con caballos y las flores del lino.) La testigo me mira y me dice: es que Elisabeth me está dictando sin voz, con los labios, su dirección. Y detrás de ella están los rostros que esperan ser recordados. Rostros que nos miran. Tienen nombres, no los han perdido, todavía, me dice. "Quiero nombrárselos. ¿O es que acaso Durán Sáenz los mató para siempre?" |