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Si la previsibilidad fuera el dato principal para evaluar la capacidad para gobernar, como dicen algunos economistas y políticos, la Corte Suprema nacional se supera a sí misma en cada nuevo fallo. Esta vez, la crónica del veredicto anunciado tuvo que ver con el rebalanceo de las tarifas telefónicas, un tarifazo para muchos usuarios, que le dio fuerza jurídica al previo decreto del Poder Ejecutivo. En palabras sencillas: la máquina de convalidar sigue aceitada. El fallo, que contradice varias opiniones de tribunales inferiores, no sorprendió a nadie, tratándose de una iniciativa de la Casa Rosada sometida al criterio de esos magistrados, o por lo menos a la mayoría de ellos. Un resto de sorpresa, si cabe, merece la férrea disciplina de la Corte ante las instrucciones presidenciales, porque parece indicar que esa voluntad puede superar cualquier consideración jurídica, política o de circunstancias y hasta la previsión del inevitable desgaste que implica para los miembros del organismo. El dato es llamativo por sí mismo, ya que tiene relación directa con la subordinación de un poder al otro, al revés exactamente de lo que manda la Constitución. En términos prácticos, nadie puede olvidar, además, que la Corte es uno de los instrumentos hábiles para levantar la barrera, como en "La Farolera", hacia el tercer mandato que Carlos Menem busca con tanta pertinacia como intrepidez. Ese deseo, que el menemismo interpreta como necesidad, late más fuerte que nunca, puesto que de no ser así sería inexplicable la sostenida tarea de demolición de las ambiciones sucesorias de Eduardo Duhalde o la promoción de Ramón Ortega, dos operaciones que no tienen más sentido que resaltar la figura del Presidente. Hay que decir, de paso, que el gobernador bonaerense facilitó la tarea porque ha sido incapaz de crear un polo alternativo de poder en el peronismo, en tanto que la audacia presidencial supo congregar a buena parte del aparato partidario detrás de su voz de mando, a sólo seis meses de la derrota del 26 de octubre. El rebote senatorial de la Ley del Arrepentido, una iniciativa básica de Duhalde, ha sido una señal inconfundible de ese alineamiento detrás de la Casa Rosada. Al mismo tiempo, el alcance de la señal pretende llegar a los radicales para indicarles que en el futuro el "jefe de la oposición" le puede hacer muy difícil la vida a cualquier gobierno que no esté dispuesto a pactar ciertas condiciones previas. Por falta de carácter, de discurso diferenciado o de temperamento, el gobernador del primer distrito electoral del país se está cayendo de la candidatura y tampoco parece tener una salida de emergencia que lo deje bien parado en el futuro. Con una perspectiva de poder tan corta le será cada vez más difícil retener a propios y atraer a ajenos. Tal vez un factor, no el único ni el último, de su constante indecisión sea consecuencia de las fuertes presiones familiares para que repliegue las velas por temor a que la sanción de su persistencia recaiga sobre algunos de sus hijos, víctimas de amenazas y atentados, como el reciente contra los custodios de su hija, de origen anónimo, y justamente por esa condición sospechosos hasta lo insoportable de intoxicación política. La debilidad jurídica, debido a la colonización facciosa de la cúspide judicial, forma parte de esas maniobras de circunstancias, pero sus consecuencias van más allá de cualquier consideración electoral. Desde que la democracia liberal echó raíces en el mundo, la experiencia enseña que, a diferencia de los regímenes monárquicos o despóticos, en un gobierno popular hace falta del impulso de la virtud. Cuando un gobierno popular es incapaz de hacer respetar las leyes --escribió Montesquiú a su tiempo-- se debe a la corrupción de la república y a ese punto el Estado ya no existe. Un Estado débil, impotente, perforado por nichos estructurales de corrupción, necesitará de una obra colosal para curarse. Se trata, nada menos, que reemplazar la lumpenburguesía, emergente de la cultura del enriquecimiento y los poderes fáciles, por una nueva clase burguesa que realice la privatización del capitalismo y la nacionalización del Estado. La fuerza política que asuma esa condición tendrá, necesariamente, que correrse hacia el centro, pero no al centro político, sino al centro administrativo, que es el Estado. Un Estado ligero y honesto, con programas defendibles de gasto público y garante real de la legalidad y la democracia. A esta obra, en Europa la llaman "reformismo libertario". Una ubicación semejante no supone la supresión, voluntaria o impuesta, del conflicto social. Por el contrario, en la medida en que el nuevo gobierno se ubique en ese tipo de centro, los sindicatos de un lado y las corporaciones económicas del otro serán partes insatisfechas, en actitud dinámica de reclamos por sus propios intereses. Esta es la razón por la cual las fuerzas políticas del "reformismo libertario" necesitan acumular consenso alrededor de horizontes comunes, idénticos y reconocidos por todos, aunque sean poquísimos valores. Sobre esa base se apoyará la posibilidad de la con-vivencia, no como un paisaje bucólico y retraído sino como una plataforma para el diálogo y la resolución de los pleitos sectoriales. Esta es una visión que, desde el poder, parece difícil de aceptar, porque los gobernantes suelen vivir esas demandas como agresiones personales o, lo que es peor, como resultado de conspiraciones intestinas destinadas a perjudicarlos. El pleito de los docentes porteños y el fastidio del gobierno de la Ciudad son un claro ejemplo de la necesidad de ubicar esa perspectiva y definir los roles en un arco de flexibilidad conviviente, en lugar de confrontaciones rupturistas o apocalípticas. La Alianza no puede reclamar la disciplina solidaria de los sindicatos más allá de la capacidad que tenga para contestar sus demandas, que son muchas, legítimas y difíciles de satisfacer. Tampoco los sindicatos deberían sentirse defraudados si la Alianza en el gobierno no representa sus intereses ni colma hasta el borde sus reivindicaciones, desde la inevitable posición de "centro" en el Estado. A veces, llegarán a ciertas coincidencias intermedias, como las que impidieron que la Alianza vote por la reforma laboral del menemismo, después de escuchar a las partes interesadas, pero no hicieron posible la formulación de un proyecto alternativo. Las lealtades recíprocas, que son necesarias, en estos casos deberían referirse a la transparencia de las posiciones y al puntilloso respeto de los acuerdos, cuando son posibles de conseguir. En el caso de la educación porteña, no son pocos los que sospechan que esos acuerdos, en privado, se realizaron entre las partes, pero luego se modificaron en el trámite resolutivo entre otras razones porque, tratándose de un tema que los afecta en directo, las escuelas confesionales hicieron sentir su capacidad de presión. Puede ser que estas versiones sean correctas o no, pero la reciente edición de Criterio (23-04-98), que expresa las opiniones de ese catolicismo, destaca en su portada el tema que los preocupa: "Una Alianza para la educación". En su editorial, el juego de palabras del título comienza a explicarse: "Nos parece que la carpa blanca ha entrado en un camino de indefiniciones, que la han convertido en un obstáculo insalvable cuando se trata de plantear con claridad y de resolver los problemas educativos". En otro tramo hace su propuesta: "¿Un nuevo Congreso Pedagógico? La idea --subraya-- no es tan disparatada. En realidad, la dinámica social contemporánea nos exige la creación de foros de debate permanentes donde participen los distintos actores sociales". Esto es, se siente excluidos. Estas relaciones son de larga historia y de especial sensibilidad, de modo que no se pueden zanjar en esquemas fáciles. El análisis de la supuesta condición dual de la Carpa Blanca --testimonio "de mística resistencia" y "poderoso símbolo de la oposición política"-- puede ser motivo de fértiles controversias, así como también la praxis de las escuelas confesionales en la educación, entendida como servicio público. En todo caso, la experiencia del mundo indica que para construir consensos nadie puede quedar afuera, por lo menos en las primeras etapas de la relación multilateral, ni hace falta renunciar al saludable pragmatismo. El pragmatismo se vuelve nocivo y hasta perverso cuando se reduce a especular en la mezquina contabilidad inmediata, sin horizontes. Hablando de esos pragmatismos, el polaco Adam Michnik, cofundador de Solidaridad, inventó un cuento con moraleja. Dos hombres maduros jugaban al tenis. De pronto, la pelota rodó fuera de la cancha, hasta unos matorrales. Cuando uno de los jugadores la fue a buscar, encontró también una rana que hablaba con voz humana: --"Soy una bellísima princesa, transformada en rana por el hechizo de una bruja. Si me besas, volveré a ser princesa, nos casaremos, serás el príncipe y viviremos felices y contentos para siempre". El tenista se guardó la rana en el bolsillo y volvió al partido. Poco después volvió a sentir la voz: --"Mi señor, ¿te has olvidado de mí? Soy aquella bella princesa convertida en rana. Bésame, nos casaremos y viviremos felices". El jugador se detuvo y le contestó así: --"Querida señora rana, seré franco contigo. He llegado a una edad en la que prefiero tener una rana parlante que una nueva mujer". ¿Cuántos son los que preferirían una rana parlante antes que casarse con la esperanza en el futuro, una cuesta muy empinada en estos tiempos?
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