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TODOS PRESOS EN EL
CELULAR Algunos intelectuales piensan que este año fueron menores las ventas en la Feria del Libro porque los lectores necesitaban la plata para pagar la factura del celular. Nadie puede demostrarlo, pero tampoco negar que si los móviles eran menos de 800 mil a comienzos de 1997 y ahora rondan los 2,4 millones, algunos otros consumos desplazaron. Conforman, en todo caso, la franja más explosiva de un mercado en el que los argentinos están gastando ya más de 11 mil millones de pesos por año, más del triple que en 1990. Cuando ENTel. entregó las llaves del negocio el 8 de noviembre de ese año, había algo más de 2 millones de líneas fijas. Hoy son más de 6,5 millones. Los teléfonos públicos saltaron de 22.500 a casi 98 mil. Pero, además, el teléfono servía entonces casi únicamente para hablar con la tía, si es que se conseguía tono o no daba equivocado. Ahora es, entre muchas otras cosas, un vehículo de cultura, como demuestran las hot-lines y la posibilidad de participar en los concursos televisivos. De hecho, el "hambre de comunicación" de los argentinos, como le dicen los especialistas, superó sus posibilidades de pagar el alimento, y así la proporción de facturas telefónicas impagas creció hasta niveles insospechados, empujada por el encarecimiento del servicio, rebalanceo mediante. No obstante, parte de la cátedra asegura que el gasto en telefonía es una inversión, que eleva la productividad del usuario y le permite aumentar su ingreso mucho más de lo que le cuestan los pulsos adicionales consumidos. Es el ejemplo clásico del plomero que anda con el celular encima y puede así acudir a reparar más caños pinchados. Y también de las empresas, que le imponen el móvil a su personal jerárquico para irrumpir en su tiempo libre cada vez que convenga a la eficiencia de la compañía. Otro tanto sucedería con el país en su conjunto, porque el sector comunicaciones remolca al Producto Bruto, como si corriera por delante anticipando su crecimiento. Así vista la cuestión, la mejor política es la que más facilite la expansión del consumo telefónico, y la peor es el rebalanceo, porque castiga el uso del servicio al elevar su costo promedio. Por razones tecnológicas, la oferta es altamente elástica, en cantidad de líneas y en servicios, cuando, pese a la extraordinaria expansión de los últimos años, el mercado tiene aún un vasto horizonte de crecimiento, como muestra su dimensión en los países desarrollados. Pero si la elasticidad de la oferta (capacidad de instalar muchas más líneas y de absorber todo el tráfico imaginable) conduciría en condiciones de competencia a una reducción de las tarifas, el Gobierno argentino toma dos extrañas decisiones: prolongar el monopolio y subir el precio. Si cuanto más irracional, más sospechosa es una política, alguna extraña explicación debería tener tanto fervor por favorecer a las compañías. En todo caso, la combinación monopolio-rebalanceo limita las posibilidades de la demanda y, por extensión, el crecimiento económico. Si el Gobierno no hubiese acudido en ayuda de las corporaciones que controlan el negocio, las tarifas internacionales e interurbanas habrían bajado de todas maneras, y las locales no habrían podido encarecerse. Pero este capitalismo abusivo funciona de acuerdo a reglas diferentes. El Estado no media para defender el interés común y la posición del débil, sino con la lógica que le sugieren los lobbies más fuertes. Aunque con ENTel. las cosas llegaron a extremos de insoportable deterioro, el contraste con la desastrosa telefonía de antes de 1990 no justifica la actual actitud procorporativa. Si bien se asegura desde hace mucho que la clase media murió, la vertiginosa multiplicación de celulares hace sospechar algo distinto (la Argentina ostenta ya una relación móviles/fijos similar a la de países del Primer Mundo, si es que eso brinda motivos de orgullo). En todo caso, las telefónicas lograron sembrar en la gente la necesidad del celular y de los servicios asociados con la digitalización, tanto como el cable y otros consumos convertidos en necesidades básicas. De esta forma, sube cada vez más el piso de ingreso mensual necesario para mantenerse dentro de la franja social y aun del sistema, lo que puede chocar con la realidad del mercado laboral y del cuentapropismo. Los servicios públicos se encarecen porque el Gobierno renegocia las condiciones de cada privatización. La presión impositiva crece porque el aparato público nacional, provincial y municipal no tiene otra manera de cubrir su presupuesto. La previsión social ya no es permisiva: nadie podrá jubilarse sin haber aportado todo lo exigido. Si alguien no alcanza el piso de los gastos fijos, su condena será la exclusión. Esa raya la cruzaron quienes no aportan a la AFJP o no pudieron pagar la factura telefónica, que es la más incontrolable de todas. ¿Cómo hacer para limitar el consumo de pulsos? ¿Cuáles reglas dictatoriales imponer en el hogar para que nadie gaste 3 pesos más IVA respondiendo a un seudoconcurso, o disque un 0-600 para escuchar a Macaya u obtener un audiotexto con la guía de restoranes gay de Buenos Aires? Empecinados, los mercadólogos predicen igual la próxima explosión en las conexiones a Internet, estancadas hoy en apenas 130 mil, cifra muy pobre frente a un parque de computadoras que supera los dos millones, y cuya veloz obsolecencia reclama renovados gastos. La oportunidad se convertirá así en una nueva necesidad, y ésta en una exigencia de mayores ingresos. A falta de éstos podrían obtenerse dosis adicionales de ansiedad.
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