La victoria de Josep Borrell en las primarias del PSOE para designar un candidato a las elecciones generales marca un antes y un después de la política española. El aspirante oficial era Almunia, secretario general y protegido de Felipe González y del aparato, pero el conjunto del partido ha votado al candidato que mejor evocaba el imaginario de una izquierda innovadora. Las bases del PSOE han escogido en libertad, frente a las indicaciones del partido programa, superando su predestinación de obediente partido máquina. Es decir, han votado desalienadas y colocando el patriotismo ideológico por encima del patriotismo partidario. También han votado en contra del agorerismo mediático, cuando no de la confabulación mediática para presentar a Borrell como lo políticamente incorrecto. Estamos ante una de las peripecias más estimulantes de la transición española, ante una rebelión cultural avanzada porque se ha votado por un candidato variadamente incómodo, tan incorrecto que sonaba a ruido, incluso a estropicio de los códigos establecidos. No sólo era considerado inconveniente por buena parte de la nomenklatura del PSOE, sino que incluso lo habían agredido adjetivamente dirigentes nacionalistas vascos y catalanes, sobre todo acusándolo de jacobino, de político poco sensible a las razones de las nacionalidades aplazadas. Las bases han apostado por un sistema de señales emitido por Borrell resumibles en cuatro: izquierdismo, experiencia de gobierno, rigor intelectual, independencia respecto del aparato. El efecto equivale a la ingestión de un euforizante por parte de toda la izquierda, dentro y fuera del PSOE porque la victoria en sí misma es una derrota de la mediocre politiquería que ha hecho de lo inevitable la única síntesis entre lo nuevo y lo viejo. Hay un flujo de joven militancia hacia los socialistas y de simpatía de otros sectores de izquierda por la derrota de la conspiración de lo rutinario. Aznar y el PP han reaccionado con una gran agresividad contra un candidato al que temen y contra unas renovadas expectativas de la izquierda electoral y social. Sus aliados nacionalistas de Cataluña y el País Vasco se alarman ante el efecto Borrell dentro de sus propios ecosistemas electorales y la nomenklatura del PSOE ha experimentado un envejecimiento repentino de novela de bioficción o de drama de Priestley. A Borrell le costará mantener las esperanzas suscitadas por sus señales alternativas porque el socialismo democrático atraviesa un período de crisis de identidad y, de prosperar los criterios de Blair, incluso no tardará en dejar de autollamarse socialismo. Está claro que Borrell ahora no puede seguir siendo tan independiente respecto del aparato y por lo tanto o él cambia al aparato o el aparato lo secuestra y lo inutiliza, pero ese secuestro sólo significaría una paradójica victoria suicida. Puede autolimitarse a ser brillante candidato frente a un opaco Aznar, pero si no compensa las expectativas creadas como renovador del código ético y político del PSOE, las mismas bases que han dado tan estimulante lección de laicismo militante pueden sentirse estafadas, así como una izquierda extramuros del PSOE que se ha apropiado de esta victoria como si les fuera en ella la esperanza como virtud nada teologal. No estaba previsto que uno de los síntomas del milenarismo fuera que la izquierda estuviera todavía capacitada para ayudarnos a superar el tedio histórico. Me temo que el 1º de enero del 2000 volveremos a las rebajas y a las grandes liquidaciones fin de temporada. |