QUÉ HACER CON EL CADÁVER
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Por Alfredo Grieco y Bavio
Ningún movimiento de la añorada década del 60 ha gozado de un entusiasmo tan constante y engañoso como el Mayo Francés de 1968: una revuelta primero estudiantil, y luego social y política que hizo vacilar por unas semanas al gobierno del general Charles De Gaulle. Así gustan recordar el proceso quienes lo vivieron, lo apoyaron a una distancia que los años desdibujan, o ahora lo resucitan para oponerlo con rencor y pedagogía a una desmovilización política contemporánea que deploran. El presente es el tiempo de la pecaminosidad consumada, y el pasado retiene los prestigios de una utopía donde todo parecía posible. Pero sólo parecía: los analistas más sobrios coinciden, a pesar de sus pendencias, en que el Mayo Francés no fue el resultado de la privación material, sino del crecimiento económico de las décadas de posguerra que iba a estrellarse contra la crisis del petróleo de 1973. Las barricadas de la utopía Si se la cuenta sin kitsch épico, la historia del mayo-junio de 1968 se deja resumir con facilidad. En febrero, unos estudiantes de la Universidad de Nanterre, quejándose por la restricción de movimientos entre residencias de varones y mujeres, tiraron cócteles Molotov a edificios simbólicos del poder capitalista. La represión policial no se hizo esperar, para alegría de quienes querían que se revelara la verdadera, y represiva, faz del régimen. El 13 de mayo, después de la célebre "Noche de las Barricadas" de tres días antes, la Sorbona estaba tomada y 9 millones de franceses hicieron huelga. El 18 De Gaulle regresó de una visita de Estado a Bucarest. Negoció con los trabajadores. Ofreció los "acuerdos de Grenelle": aumento del salario mínimo, reducción de la jornada laboral y de la edad jubilatoria, reconocimiento de la participación obrera en las empresas, revisión de la seguridad social. Para sorpresa de todos, y contra lo que recomendaban comunistas y gremialistas, las bases rechazaron el acuerdo. Querían la revolución. El 29 de mayo De Gaulle partió con destinación desconocida: había viajado a Baden Baden, para asegurarse la fidelidad de las tropas francesas de ocupación. Volvió con espíritu guerrero. En un discurso por televisión, muy breve, anunció que el suyo era un mandato popular y que no iba a renunciar. Pidió acción cívica inmediata y en todas partes, en defensa de la república y contra "el comunismo totalitario". A los pocos minutos un millón de partidarios, voceando "La Francia para los franceses" y cantando La Marsellesa, llenaron las calles de París. En pocas horas, la contrarrevolución había triunfado, sin derramamientos de sangre. El efecto encantatorio del discurso había sido más incontenible que el de los eslóganes de mayo. Como ellos, era injusto: los comunistas habían respetado las vías legales y desconfiado del espontaneísmo revolucionario. Pero para la solución de la crisis, al general le había convenido replantear la más grosera de las oposiciones derecha-izquierda. Los estudiantes no consiguieron salir de lo que Trotski llamó "el basurero de la historia"; muchos integraban "grupúsculos" --la palabra es de entonces-- trotskistas, maoístas, castro-guevaristas. Para ellos, la historia había comenzado hacia 1960, e ignoraban que las políticas de cambio violento no habían tenido los mejores resultados en la década del 30, con el fascismo y el stalinismo en el poder.
La juventud de la opulencia En la Francia de los '60, el sociólogo Michel Crozier había diagnosticado los males de la burocracia estatal y de la "sociedad bloqueada". Los problemas económicos futuros de Francia vendrían justamente de su incapacidad para ubicarse en un mercado mundial a la vez más exigente y más abierto. Pero por entonces los síntomas visibles del crecimiento francés invitaban a la seguridad. La sociedad de consumo reinaba sin contestación. Los observadores políticos occidentales constataban "el fin de las ideologías", y se felicitaban de que la sociedad tecnocrática, para mayor prosperidad de todos, estuviera a las puertas. Los franceses no tuvieron ningún ánimo de compararse con nadie. En la Francia de la Primavera de 1968 no había existido una situación prerrevolucionaria, pero sí afloraban el descontento y una inquietud cuya existencia misma sorprendió a los gaullistas. El paternalismo del régimen, sus frases vacías y el mandarinismo aún dominante en la vida académica antagonizaban a distintos sectores. Pero la motivación básica era el descontento cultural. Los estudiantes no enfrentaban al neocapitalismo sino a los sistemas sociales modernos en general, porque todos contienen poderosos elementos de represión. Pudieron actuar como catalizadores del descontento característico de los períodos prolongados de paz. Supieron provocar una confrontación con el sistema; incluso lograron debilitarlo temporariamente. Pero no tenían alternativa que ofrecer, y estaban condenados al fracaso. La política revolucionaria de los líderes estudiantiles era simple en sus presupuestos, e ingenua en sus analogías. Unos pocos obstáculos estratégicamente colocados --los adoquines, eslóganes fotográficos de un 68 en blanco y negro-- podían interrumpir con eficacia el tránsito de una urbe en la hora pico. Unos revolucionarios bien decididos, ¿no podían acaso paralizar las universidades y hasta la vida pública en su conjunto? Los estudiantes habían aprendido cómo usar a los medios: cuanto más revolucionarias fueran las acciones, tanta más publicidad iban a obtener. Pero a la larga, la sociedad iba a defenderse contra la anarquía, no porque fuera manipulada ideológicamente, sino porque tenía interés en el mantenimiento del orden legal, y ninguna confianza en una sociedad futura cuya ingeniería les quedara reservada a los Cohn-Bendits. El misterioso '68 Desde el comienzo existieron dudas sobre si la seriedad del movimiento de Mayo era genuina: el elemento de happening, de dramatización de fantasías, de histrionismo fue siempre estimable. El '68 fue la más divertida y la menos cruenta de las revoluciones, pero nadie parecía querer tomar el poder. "Liberación" era el principal eslógan, y le dejó su nombre al matutino francés progresista por excelencia, pero se trataba de una libertad limitada a los iguales. En definitiva, el principal enemigo del rebelde sesentista no eran el fascista, ni el stalinista, ni siquiera el conservador, sino el liberal, culpable solo de tolerancia represiva. El movimiento quería ser racionalista y se proclamaba como "segunda Ilustración", pero la evidencia prueba más bien lo contrario. Así lo demuestran la aceptación acrítica de mitos contradictorios de la izquierda y el rechazo de una experiencia histórica que era tedioso, y hasta enojoso conocer (porque mostraba que las revoluciones tenían sus límites). El movimiento quería cuestionar todo con sus graffitti, pero el cuestionamiento de sus propios supuestos era tabú. Su ideología combinaba de manera colorida ingredientes incompatibles: utopismo y decadentismo, libertad y dictadura, pesimismo del hombre de una sola dimensión de Herbert Marcuse y optimismo de Oriente Rojo de Mao, el nuevo timonel de los pueblos (el anterior había sido Stalin). La adulación de sus héroes recordaba al culto pop por las estrellas de cine. '69, año erótico Ya al año siguiente, y más aún 30 años después, Mayo del '68 parece un interludio que no ha perdido su fascinación. Es un cadáver con el que no se sabe qué hacer. Entretanto, en la política europea no se ha producido ninguna revolución. Alemania y Gran Bretaña, también contagiadas por Mayo, eligieron gobiernos conservadores que duraron larguísimos años, y si el centroizquierda gobierna ya o puede hacerlo en un futuro próximo, es con unas consignas indiferentes al '68. En Francia, el presidente Jacques Chirac es gaullista. La derecha cita con satisfacción que los estudiantes de las revueltas optaron por empleos sólidos, o por capitalizar sus experiencias "revolucionarias". Para los anarquistas de hoy, la historia empezó con la caída del Muro, y para ellos Daniel Cohn-Bendit, el mistificado líder estudiantil del '68, es una figura mediática, un ecodiputado sermoneador del Parlamento Europeo que aparece demasiado por televisión. Las sucesivas generaciones de estudiantes, ya fuera del clima de crecimiento económico ilimitado, mostraron poca atención a las ideas que habían inspirado a Cohn-Bendit, al alemán Rudi Dutschke, al inglés Tariq Ali. Entre los que vivieron el '68, algunos se sumaron a los partidos tradicionales cuya política burguesa antes despreciaban. Otra opción fue el fomento irresponsable (limitado al plano ideológico, desde luego) de los movimientos de liberación en el Tercer Mundo. Allí un nuevo comienzo, radicalmente distinto del Occidente decadente, les parecía posible. Sólo muy gradualmente se fueron dando cuenta de que esas revoluciones podían ofrecer bien poco, o nada en absoluto, a sociedades avanzadas que enfrentaban problemas absolutamente distintos. TESTIGO DE LA REVOLUCIÓN DE MAYO QUE NO FUE
Por Peter Lennon No recuerdo el preciso incidente que me hizo claro que esta vez, esta agitación particular era muy diferente de cualquiera de los otros forcejeos entre la policía y los estudiantes que se habían hecho tan comunes en esa década en París. Quizás era el espectáculo de todo el Barrio Latino convirtiéndose en un foro griego al que los mayores, revirtiendo el orden clásico, llegaban tímidamente a buscar la sabiduría de los jóvenes. Todo estaba patas para arriba, y el nuevo orden parecía simplemente una normalidad que habíamos descuidado durante mucho tiempo. La imaginación estaba en el poder; la desconcertada democracia, desocupada. Los estudiantes dirigían el tráfico (por lo menos durante el día), mientras que los carros de asalto de la policía esperaban sumisamente en fila. El 20 de mayo, llegué a la Gare du Nord de regreso del Festival de Cine de Cannes para encontrarme con un París gloriosamente inmóvil. Resultó evidente que yo era una especie de sonámbulo caminando en la historia. Sólo los seres humanos se movían: los trenes, el Metro, los ómnibus, todos los servicios desde las estaciones de servicio y supermercados a recolectores de basura estaban parados, esperando el Nuevo Amanecer. (Yo había llegado en un ómnibus trucho desde Cannes.) París estaba bajo una ocupación diferente a aquella maléfica todavía viva en los recuerdos furtivos --estaba ocupado por un movimiento filosófico benigno con músculos absurdos--. A la nación se le daba tiempo para reflexionar sobre cosas encantadoras: ¿Qué son las estrellas? ¿Qué es la sociedad? ¿Qué es la Luna? ¿La podemos tener? La respuesta parecía ser "¿Por qué no?". Había que ser muy amargado para creer que ésta era sólo una protesta de los "Swinging Sixties". Aquellos que se apiñaban en sus oficinas estatales, cuartos de consejos o centrales confederativas, tratando de que sus trenes políticos se pusieran nuevamente en movimiento a la vieja usanza, sufrían un creciente pánico: el poder, de alguna manera, se había deslizado de sus puños. "Insaisissable!" declara el exasperado general De Gaulle (en uno de sus raros insights exactos en ese momentos). La situación era de verdad inasible. La inquietud en la Sorbona había sido crónica desde hacía un tiempo. Ampulosos profesores ejercían una autoridad magisterial, mientras que el apiñamiento era tan grotesco que, ya en 1964, un joven profesor deliberadamente dio su clase en la calle, declarando, proféticamente que bien lo podía hacer ya que pronto estarían todos en la calle. El gobierno gaullista acababa de poner la primera piedra para una nueva facultad en los suburbios. "¿Cuándo van a poner la segunda?", preguntaban los estudiantes sarcásticamente. Inadvertidamente, resultó que el gobierno mantuvo su promesa esta vez, la nueva facultad estaba terminada y abierta en Nanterre y fue aquí, el 22 de marzo, que realmente empezaron los hechos de Mayo. Daniel Cohn-Bendit, un estudiante de 25 años, francés de nacimiento pero de nacionalidad alemana, dirigió las primeras protestas en la facultad. Los estudiantes estaban furiosos porque reglamentos del siglo 19 habían sido impuestos mecánicamente en la moderna facultad. Además, ya avergonzados del bárbaro manejo de Francia de la guerra de Argelia, ahora dirigían su indignación contra la participación norteamericana en Vietnam. Otro factor los politizaba: su facultad había sido construida al lado de una de las vergonzosas villas miseria que llegaron a caracterizar ciertos suburbios parisinos. El camino a clase era una conferencia sobre los basureros de la sociedad de consumo para aquéllos sin poder de consumo.
Alejado de Nanterre por las autoridades, Cohn-Bendit y su movimiento del 22 de marzo descendieron sobre París para unirse a las manifestaciones que tenían lugar frente a la Sorbona. El 3 de mayo, un rector, Jean Roche, contra toda tradición honorable, invitó a la policía a que desalojara la Sorbona y comenzó la batalla del Barrio Latino. Llamarlo una revuelta estudiantil es una conveniencia que pasa por alto el hecho de que, desde el comienzo, los maestros y los profesores estaban al frente. Uno de los tres celebrados "estudiantes" líderes, Alain Geismar, de 28 años, era un catedrático en Física y presidente del sindicato de maestros de educación universitaria. El tercero era Jacques Sauvageot, de 25 años, que actuaba como presidente del sindicato de estudiantes. Pero ninguno de ellos era líder en el sentido convencional; simplemente surgieron de las olas de la revuelta, que se hizo cada vez más feroz. "Imaginación al poder", declararon los estudiantes. "Tomen sus sueños como realidad." Desde el 13 de mayo, los estudiantes ocuparon la Sorbona. Bajo una bandera roja, anunciaron: "Esta universidad está abierta para cualquiera, estudiantes y trabajadores". Lo que estaban haciendo los estudiantes era un psicodrama de todas las teorías radicales, liberales, de Marcuse, de Marshall McLuhan de los años '60, y soltarlo en el patio del recreo. Se daba por sentado que el mundo adulto había sido desenmascarado y desacreditado permanentemente. Pero sólo los dueños de automóviles, por falta de petróleo, parecían sufrir seriamente los inconvenientes. Se veían obligados a hacer dedo en los ferries alrededor de la ciudad. Resultaba simbólico que aquellos que no tenían ninguna propiedad y ningún automóvil fueran los que tenían más movilidad. La ciudad adquirió una rutina. Con la Sorbona bajo el control de los estudiantes, había ocupaciones simbólicas por todos lados. No sólo estaban ocupadas las fábricas de automóviles, sino que médicos radicales ocuparon la Asociación Médica, los jóvenes arquitectos disolvieron su asociación, los actores cerraron los teatros, los escritores ocuparon la Sociedad de la Gente de Letras, los chicos ocuparon los liceos y retaron a sus maestros. Hasta algunos sacerdotes en el Barrio Latino se declararon revolucionarios. La Bolsa fue incendiada (y rápidamente salvada). El aire en el Barrio Latino durante el día permanentemente causaba picazón por los residuos del gas CS. Los dos hijos de Maurice Grimaud, el prefecto de policía, Pierre Yves (años después un banquero) y Marianne (que fue profesora de inglés), marchaban con los manifestantes. Los estudiantes los mantenían apartados, con bastante tacto, de las pancartas que exigían "Muerte a Grimaud". Al amanecer, pasaban, con las caras tiznadas, a través de las líneas de CRS (policía de asalto) que cuidaban el Palacio de Justicia en su camino hacia su casa, hacia papá. Enfrentados a una espectacular manifestación que unía a comunistas y al sindicato de la CGT (Confederación General del Trabajo), en la que los estudiantes jugarían una parte importante, y la posibilidad de políticos influyentes como Pierre Mendes-France y François Mitterrand uniendo fuerzas, el gobierno comenzó a entrar en pánico. Para el martes 28 de mayo, el Palacio del Elíseo estaba anticipando una catástrofe. Philippe Alexandre, en L'Elysée en Péril, da la historia desde adentro. Había un rumor acerca de que los manifestantes planeaban tomar el Hotel de Ville. "Si lo hacen, entonces nada los detiene de venir directamente al Elíseo", dijo De Gaulle. "Los campesinos se unirán al baile." En la mañana del 29, después de una noche en vigilia, De Gaulle llamó por teléfono a su primer ministro. Al final de la breve y rutinaria conversación, le dijo al asombrado premier: "Yo lo abrazo". Alrededor de las 11.15, De Gaulle, junto con Madame de Gaulle salieron del Elíseo por la puerta del jardín de atrás, ostensiblemente regresando a su casa en Colombey-les-deux-Eglises. Luego desapareció. Consternación. El ministro del ejército y el ministro del Interior no podían creer que ninguno de ellos ni el primer ministro supieran dónde había ido. Luego, con horror, descubrieron que había buscado refugio en Alemania. En París, la noticia electrizante de que De Gaulle había huido del país dejó boquiabiertos a los estudiantes, que estaban ahora, por primera vez, enfrentados a la posibilidad de que sus sueños se hicieran realidad. Momentáneamente, una especie de parálisis se apropió de la ciudad. Pero De Gaulle volvería, para ganar con el apoyo de su "mayoría silenciosa". Los disturbios esporádicos continuaron en Francia durante junio: la Sorbona no fue desalojada hasta el 16, pero el espíritu de Mayo cayó en una noche. El salvador de los estudiantes y los obreros resultó ser el más improbable de los candidatos: el prefecto de policía, Maurice Grimaud. Fue él quien se negó ante la presión de abrir fuego contra los manifestantes y permanentemente ordenaba a sus hombres que se refrenaran. Recuerdo haber visto a esta pequeña figura mezcla de gorrión y halcón en el Barrio Latino a la noche, apenas escoltado, calmando a los estudiantes y a sus propios hombres. Fue él quien persuadió a De Gaulle de que era una locura intentar retomar la Sorbona el 19 de mayo, en el paroxismo de las pasiones. Un mes más tarde, Grimaud desalojó sin incidentes la Sorbona y el teatro Odeón que estaba ocupado. Algunos años después, me encontré con Maurice Grimaud, ya retirado, y le pregunté qué sintió durante los hechos de Mayo. "Una suerte de alegría", me dijo. "Estaba interesado en vivir a través de eventos que, en ese momento, sentía que eran importantes. El gobierno se había caído. Sentí que la experiencia era vigorizante, un tónico." Ese fue el espíritu de Mayo del '68 en París; no violencia, sino alegría. Traducción: Celita Doyhambéhère.
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