No hay forma, parece, de que el "caso Oyarbide" se encauce, en su análisis, por las vías que le corresponden. Un primer apunte es su denominación, precisamente. Porque no se trata del asunto de un juez, sino del "caso" de la Justicia. Sin embargo, hasta el momento, la mayoría de los criterios empleados atraviesa dos meridianos. Uno, discriminador, sitúa como núcleo a la sexualidad de Oyarbide. Y por mucho esfuerzo de "tratamiento serio" que la generalidad periodística se empeñe en mostrar, basta un simple repaso por la cobertura gráfica, radial y televisiva del hecho para advertir cuáles pormenores ocupan el podio. La situación y poses en que habría sido filmado el juez; quién o quiénes lo acompañarían en las escenas; los personajes famosos que aparecerían en otros videos y, desde ya, el alimentado debate en torno de si un homosexual tiene derecho a ocupar una magistratura. El segundo eje supone un vuelo informativo mayor, pero tampoco se acerca demasiado a la estructuralidad del tema. Consiste en intentar el destape acerca de las ramificaciones personales e institucionales del caso. Protegidos; agentes de la SIDE; policías, buchones, funcionarios, extorsiones, apretadas. Está bien: sirve para corroborar el grado de podredumbre oficial y para-oficial, y no está de más tener en cuenta que la información propiamente dicha, a secas, es una de las columnas vertebrales del periodismo. Pero, ¿en función de cuál interés se produce esa putrefacción? ¿Acaso se está, sólo, frente a una combinatoria de mafiosos y especuladores que empieza y termina con el juez y el entorno que se supo conseguir? Si ése fuera el criterio y se lo aplicara al infinito resto de escándalos que todos los días rodean al Gobierno y la Justicia --como si se tratara de casualidades permanentes-- podría concluirse en que el crimen de Cabezas, por ejemplo, no es un caso político sino meramente policial. La atracción que despiertan las andanzas sexuales de ricos, famosos y poderosos forma parte del morbo y la frivolidad que cualquiera lleva consigo, en mayor o menor medida; y los medios de comunicación, nunca se perderán la oportunidad de explotar esa veta. También es cierto que tantos hombres públicos envueltos en tantos escándalos son el símbolo de esa insolencia moral que el menemismo llevó al rango de cultura gobernante. Pero no dejan de ser episodios y, como tales, anécdotas. Parece mucho más serio anotar que éstos son los jueces que se corresponden con un modelo económico de exclusión, y que es su impudicia republicana y no sus gustos privados lo que enseña por qué son jueces. Son sus fallos los que el Gobierno les requiere y lo que ellos satisfacen. Y ésa es la única moral que debería importarnos. |