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Por Guillermo Ravaschino Allá lejos y hace tiempo, Jean-Luc Godard resolvió muy a su modo el problema sempiterno de las coproducciones: en cierta escena de Weekend (1967), la protagonista francesa pasa frente a un puñado de italianos que no tienen relación alguna con la trama. "¿Ustedes quiénes son?", les pregunta, para recibir a coro: "Somos los actores italianos de la coproducción". Doña Bárbara está en las antípodas. Apoyada en una famosa novela de Rómulo Gallegos (que ya tuvo su versión del cine mexicano, con María Félix, en 1943), la segunda película de la venezolana-norteamericana Betty Kaplan intenta lo imposible: instalar en pleno campo latinoamericano --una región llamada Arauca-- a un conjunto de personajes típicos de la región, animados por actores de los más diversos países. Allí está Santos Luzardo (el cubano Jorge Perugorría), un abogado próspero que deja París, y a su futura cónyuge, para recuperar su estancia familiar en el Arauca. Ahí se encuentra con Lorenzo Barquero, su antiguo némesis, un borracho patético animado por Víctor Laplace con acento entre argentino y "neutro". Y con la bella Marisela, que parece salida de una telenovela mexicana, aunque la encarna la española Ruth Gabriel. Su madre, doña Bárbara (Esther Goris), es el foco de conflicto. Con fama de comehombres y cultora eximia de la brujería, primero empeñará sus mañas para desalojar al visitante ilustre. Después procurará robarle reses, territorio y, finalmente, el corazón. El más fiel de los laderos de la peligrosa hembra es el actor argentino Cutuli. Pobre Cutuli: le han puesto mostacho, facón y bombacha, con lo que parece uno de esos gauchos for export que amenizan cenas elegantes para los turistas. A Esther Goris no le fue mejor, pero lo cierto es que ninguna actriz podría haber sacado a flote a una doña Bárbara como ésta. Sucede que todos los demás --sus enemigos, su ex marido, sus peones-- la pintan tan invulnerable para con los hombres y la magia negra, que no hay carnadura humana capaz de hacerle honor a semejante fama. Lo más grave es que ni siquiera el argumento le brinda la oportunidad. Después de muchas idas y vueltas, no hay más evidencia de sus brujerías que un montón de velas encendidas. Con Santos Luzardo tiene todavía menos suerte. El guión de Betty Kaplan infla desproporcionadamente a doña Bárbara, para dejarla caer con la misma gratuidad. Lo que no impide que Goris luzca ropa, peinado y maquillaje propios de una supermodel, tanto en la gloria como en la desgracia, lo que indica que las leyes de la pasarela pesaron más que las del cine a la hora de caracterizarla. La exposición dramática acusa la obsesión de Kaplan por incorporar una "escena fuerte" cada dos minutos. Gritos y bravuconadas no faltan. Tampoco los estruendos de una partitura que procura subrayar los climas cuando las imágenes se quedan cortas. Pero cuesta horrores discernir con claridad los dos o tres motivos ciertos de confrontación: nunca se sabe bien cuál es el límite de los terrenos o cuántas reses son de cada quien. El derrumbe, en tanto, también le llega a Marisela, la hija briosa, temperamental de Bárbara, que prometía ser astilla de ese palo y acaba como la mascota frágil de un galán viril. |