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AL GARETE
Por José Pablo Feinmann


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T.gif (67 bytes) Sólo unos días atrás se murió Jean-François Lyotard. Había nacido en Francia en 1924 y en 1979 publicó el libro que lo haría célebre: La condición postmoderna. Su tesis más atractiva era la de la muerte de los grandes relatos. Lyotard apuntaba sobre todo al marxismo, pero también se refería a la Ilustración, el idealismo alemán y el positivismo. Los grandes relatos eran narraciones de legitimización de la historia: siempre apuntaban a encontrarle un sentido lineal, finalista y con variados matices de satisfactoria resolución. Un relato de la historia apunta a señalar en ella la realización de un sentido, de una racionalidad, de un --incluso-- valor. Un relato de la historia --los esbozados durante la modernidad-- busca mantener la idea de Dios sin nombrarlo, entregándole otros nombres: la razón, la ciencia, la revolución. Son religiones secularizadas. Por ejemplo, Jurgen Habermas, al recibir el premio Theodor Adorno en la ciudad de Frankfurt, dice: "Los pensadores de la Ilustración con la mentalidad de un Condorcet aún tenían la extravagante expectativa de que las artes y las ciencias no sólo promoverían el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y del progreso moral, la justicia de las instituciones e incluso la felicidad de los hombres". Y concluye: "El siglo XX ha demolido este optimismo" (La modernidad, un proyecto incompleto). El siglo XX ha demolido muchas cosas y amenaza terminar demoliéndolas todas.

Sin embargo, durante este siglo demoledor, se mantuvieron algunos de los grandes relatos. Se mantuvo la idea de Dios, es decir, la idea de un sentido, de un fundamento, de una coherencia y de un posible feliz desenlace de la historia de los hombres. Dios fue suplantado por la Historia, en el marxismo. Por el Progreso y la Tecnología en el capitalismo eficientista. Y, al calor de estas utopías seculares, los hombres lucharon y vivieron y murieron, casi siempre con la certeza de que lo hacían por algo. Ese algo es lo que no existe ahora.

Mueren aceleradamente los parámetros para encuadrar y comprender la historia. Los marcos referenciales para leer el diario. Por ejemplo, durante mucho tiempo se decía vivir en la "era atómica". Se vivía una "paz nuclear" basada en el temor de las dos superpotencias a destruir el planeta por medio de una guerra atómica que, nadie lo ignoraba, sería final. Así, el poder de destrucción aseguraba la paz. Era un esquema totalizador. Se podía comprender el mundo desde ahí. Estaban los rusos y los yanquis. Los rusos cuidaban su largo y ancho y satelizado espacio territorial y los yanquis el suyo. Reinaba la doctrina de la Seguridad Nacional, del enemigo interno, de la infiltración. Uno era comunista o era yanqui, era capitalista. Y sólo ellos (la USA y la URSS) tenían las bombas de la absoluta destrucción. Bien, este relato de la historia estalló en mil pedazos. Se cayó la URSS y, al caerse, son muchos los que tienen el poder atómico. Hasta es posible que muy pronto lo tengan todos. Hasta nosotros.

Durante estos días la versión caótica del viejo relato nuclear se focaliza en la India. Tienen a un líder nacionalista, el primer ministro Atal Bihari Vajpayee, que ha hecho estallar cinco bombas atómicas subterráneas en un estado desértico de nombre Rajastán. Este señor parece estar un poco demente, lo que no sería grave si no tuviera a su disposición un arsenal nuclear. Su demencia se expresa en una fuerte paranoia que la hace creer --y recordemos: los paranoicos siempre tienen razón-- que China y Pakistán quieren pulverizarlo. A su vez, el líder del gobierno paquistaní, Di Nahuaz Sharif (que es, claro, la versión caótica de aquel elegante y fragoroso Omar Sharif, que cabalgaba junto a Peter O'Toole en Lawrence de Arabia, allá por la prehistoria), le dijo a Clinton que él también hará explotar algunas bombas. En suma, se acabó el encuadre tranquilizador de la guerra fría. Ya no hay bipolaridad nuclear. Hay multipolaridad nuclear. Los países periféricos, atrasados, barbáricos, tienen los juguetes de la destrucción absoluta y tienen, también, ganas de usarlos. El Dr. Strangelove ya no asesora a los yanquis. Ahora es posible que esté junto Atal Bihari Vajpayee. O junto a Di Nahuaz Sharif. Ahora es posible que les aconseje apretar los botoncitos y lanzar los fuegos artificiales del final.

Por si alguien lo olvidó: el doctor Strangelove era el protagonista (lo hacía Peter Sellers) de una película de Stanley Kubrick --filmada durante la sencilla y pacífica "paz atómica" o "guerra fría"-- que se llamaba, entre nosotros, Dr. Insólito, pero que en España tenía un título revelador: ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú! Obsérvese lo sencilla que era entonces la Historia. Si sonaba el teléfono rojo, había que volar hacia Moscú, porque era sólo a causa de los rusos que ese teléfono podía sonar. Hoy, esa peli se llamaría: ¿Teléfono rojo? ¿Hacia dónde volamos? Parece que volamos todos.

A su vez, la fe en la justicia de las instituciones (otro de los grandes ideales del Iluminismo) tiene también su versión degradada. No hace mucho, en el estado de Virginia, ejecutaron --con inyección letal-- al argentino Angel Bread. Ahora, la multimillonaria Susan Cummings quemó de cuatro impecables balazos al polista, también argentino, Roberto Villegas. Que nadie crea que el Estado-verdugo de Virginia la condenó a la inyección letal. No: "homicidio impremeditado", dijeron. Sesenta días de cárcel y 2500 dólares de multa. En suma, cuando un argentino mata, el estado de Virginia lo mata. Cuando a un argentino lo matan, el estado de Virginia perdona. ¿Continúa la campaña antiargentina?

Y la utopía del amor también ha sido estragada por la insensibilidad fin de milenio. A comienzos de los años setenta todos veíamos una película: Verano del '42. En ella, un adolescente se iniciaba sexualmente con una mujer adulta y hermosa. Y todos nos enamorábamos de ella (Jennifer O'Neill) y todos soñábamos con haber sido él. Hoy, asistimos a la versión degradada de ese relato. Hoy, la maestra Patricia Chávez tiene que disculparse por haber escrito cartas sentimentales a un jovencito de doce años. Tiene que decir: "nunca lo besé". Teme ser carbonizada como una bruja medieval en el horno destinado a los acosadores sexuales.

Si los grandes relatos han muerto, sus restos patéticamente palpitan en sus versiones caóticas o en sus versiones degradadas. El siglo XX culmina sin dejar nada en pie. O sólo deja su caricatura, su mueca. "Somos la mueca de lo que soñamos ser", decía Discépolo, ese realista trágico.

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