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Por Alfredo Grieco y Bavio Cuando el presidente francés Jacques Chirac confirmó su fama de aguafiestas en la reunión de lanzamiento del euro en Bruselas y sermoneó durante 14 horas seguidas a un Helmut Kohl más cardiopático después de cada segundo, el escándalo fue universal, o casi. Una ceremonia que prometía ser espectacular, tersa y ritualística como la entrega de los Oscar acabó siendo un pretexto para los lloriqueos de alemanes que supieron de golpe que la nueva moneda no arrancaría siendo un nuevo marco, sino algo menos aburrido y previsible. Pero lo que resulta verdaderamente escandaloso es que nadie hubiera anticipado el debate. Que a tantos les pareciera que la racionalidad consiste en dejar que un tribunal éticamente inexpugnable decida con independencia de la voluntad política de los jefes de Estado de 300 millones de europeos quién iba a ser el presidente del primer Banco Central. La ilusión era la de los mecanismos transparentes de la meritocracia: los mejores iban a elegir al mejor. La decisión era "objetiva": no atendía a nada más que a los méritos de los candidatos. Como si "mejor decisión" y "decisión política" fueran excluyentes. La meritocracia es una consigna de los europeos de los '80 y '90, y una estrategia estatal para conseguir a la vez tranquilidad pública y una justificación noble de muchas desigualdades. Lleva a sus últimas consecuencias las necesidades de la escolarización y de la formación de una fuerza de trabajo competente. Justifica las diferencias sociales a partir un sistema de premios y castigos académicos y administrativos que reclama para sí la imparcialidad inapelable de la ciencia. Significa que guardias con ametralladoras les van a pedir en la puerta las credenciales a los que quieran intervenir en la esfera pública y no quieran ser asimilados a los delirantes que mandan mensajes apocalípticos por Internet. El título universitario se convierte en el equivalente de la alfabetización, y el posgrado en la única credencial válida para opinar sobre un tema. Como si un doctorado no fuera el término de un proceso de socialización, que no demuestra necesariamente que el candidato sea más sabio, sino sólo que es socialmente presentable. La civilización meritocrática del posgrado es una de las posibles herencias sin testamento para un mundo donde el euro haya desplazado al dólar. La intervención de Chirac, más acá de cualquier antipatía por el gaullista que se dio el gusto de estallar sus bombas atómicas en la Polinesia, desnudó la ficción de que la sucia política no interviene en las prístinas decisiones de "los que verdaderamente saben". Como si la opción bancocentralista de deflación y desempleo no fuera una opción política, con prescindencia de la razonabilidad que pueda atribuírsele. Tan política como la de inflación y empleo, que horroriza a los gobernantes y a los guardianes de la pureza, pero no a muchos de los gobernados, que sin duda preferirían tener trabajo. De hecho, el campeón de la ética que sabría desvincularse de la política, el designado holandés Wim Duisenberg, se prestó con gusto a la farsa. Y va a renunciar antes de tiempo "por motivos de edad, y sin haber recibido ninguna presión". Una declaración que provocó las carcajadas y la sorna de los periodistas que la oían de labios del economista holandés ex socialista, converso luego, por motivos que hay que descontar que no fueron políticos, a la ortodoxia monetarista. Va a reducir su mandato para entregarle el puesto al sucesor, un francés que no es otro que el candidato de Chirac. Si la polémica no se hubiera abierto, él habría pasado por el candidato neutro de un conjunto también neutro de selectores. Y no por lo que en definitiva era: el candidato de un Kohl que logró que Frankfurt fuera sede del Banco Central. El desempleo de dos dígitos es una especialidad de los campeones del euro (y Alemania es la campeona del desempleo y el neonazismo revanchista de los excluidos). No lo tienen los europeos sin euro (Suiza, Noruega o Gran Bretaña), ni Japón o Estados Unidos, que conservan un nivel parecido al de comienzos de los '70. Esto no es una coincidencia siniestra, sino la consecuencia de políticas monetarias restrictivas, según el modelo del Bundesbank, y de pareja restricción en la política fiscal. Los criterios de Maastricht fueron útiles para forzar a los gobiernos a frenar sus déficit, pero el ajuste fiscal y las altas tasas de interés erosionaron la inversión privada y la demanda, y provocaron desempleo. Para combatirlo hay una receta infalible: permitir que inversiones económicamente razonables sean financiadas a través de la deuda pública (supervisada tal vez por la Comisión Europea). Esta idea es anatema para la euro ortodoxia, de acuerdo con la cual el único fin de un Banco Central Europeo es velar religiosamente por un euro fuerte, puro e inalterable como en otra época fue, o parecía ser, el oro. Todos los otros objetivos, incluyendo el empleo, deben ser sacrificados. Gobiernos y funcionarios económicos prefieren no oponerse a la ortodoxia, y esperan a que la boda monetaria se consume para inducir al Banco Central a tener en cuenta el problema del desempleo. Pero es evidente que coartar las decisiones políticas significa dejar al Bundesbank como árbitro de la política monetaria europea.
UN DEFENSOR DE HELMUT KOHL La economía viene primero Por Claudio Uriarte Desde el comienzo era claro que el euro, la moneda única europea que reemplazaría a casi todas las demás, debía ser tan fuerte como la más fuerte de ellas --el Deutsche Mark--, si quería sobrevivir al mínimo ataque especulativo. Lo que pasó el fin de semana pasado en Bruselas no compromete lo esencial de este principio, garantizado por un pacto de estabilidad que aplica sanciones automáticas contra los países cuyo déficit exceda el 3 por ciento de su PBI o --hablando mal y pronto-- que caguen más alto que su culo. Pero el compromiso entre Alemania y Francia sobre la identidad y los términos de mandato del primer director del nuevo Banco Central Europeo y de su sucesor empaña decididamente la transparencia de procedimientos de la moneda única y echa una profunda sombra sobre la promesa de que el Banco no podrá ser políticamente manipulado. Esto tiene importancia porque si Francia, la eterna vedette rebelde de casi todo el mundo, decide gastar más de lo que puede en sus proyectos medio absurdos de crear trabajos que no existen y probablemente nunca existirán --como acompañante terapéutico de personas que hayan sufrido robos o accidentes, o asistentes de guardiaparques, y éstos no son chistes, sino el programa de Lionel Jospin--, los mercados ya no tendrán modo de saber si los fondos no serán sustraídos bajo cuerda de alguna oscura transa de poder en el Banco, y si la austeridad de sopa de col de unos no servirá para financiar la obesidad hipercalórica de coq au vin de otros. Se equivocan los que ponen el euro y sus procedimientos bajo la sospecha de estar inspirado en siniestros designios del "pensamiento único" y una no menos siniestra "dictadura de los bancos centrales" que descuida lo social y privilegia en su lugar las abstractas ganancias de los más poderosos. En primer lugar, porque los que militan contra el pensamiento único se parecen a una asociación vecinal para militar contra la lluvia: protestan contra el "pensamiento único" sin tomarse la molestia de pensar algo diferente y viable en su lugar. En segundo lugar, porque la idea de unos banqueros centrales ocupados en generar desocupación, que descorchan champán ante cada nuevo aumento en la tasa de desempleo, es infantil, paranoica y no se sostiene económicamente: es evidente que los banqueros centrales autónomos --como Alan Greenspan en la Fed norteamericana, o su equivalente en la City británica-- en realidad aspiran a mantener una economía ni demasiado caliente ni demasiado fría, de modo que se puedan hacer negocios sin demasiado peligro y sin tener que soportar una tasa de interés asfixiante. Ese approach ha dado buenos resultados ... sociales: en Estados Unidos, gracias a una política austera y a medidas diversas de reducción del déficit, se vive hoy una situación de desempleo cero técnico, donde el remanente de desocupación se explica mayormente por la rotación de empleos entre la gente, y el costo de la mano de obra empieza a aumentar (así que no todos son empleos basura). Es la forma correcta de generar empleos y riqueza sin inventar posiciones como asistente terapéutico para guardiaparques estresados. Por eso, la posición sin compromisos del Bundesbank alemán, por antipática que pueda aparecer a primera vista, es la verdaderamente progresista, y la de Francia, con su falso énfasis en "la Europa social", la verdaderamente reaccionaria. Por eso y porque Francia, al imaginar para sí misma un lugar con coronita en la Europa de la Unión, en realidad tiende a atrasar y poner palos en la rueda al fenómeno más excitante y más profundamente progresivo de la época: una globalización económica que excede incluso las estimaciones más entusiastas de Karl Marx sobre el rol "históricamente progresivo" de la burguesía. Ese rol no ha terminado (y ése fue el error de Marx). Desde luego, un primer impacto de la globalización y la modernización tecnológica es un agrandamiento de la brecha de desigualdad, pero ésta ha sido siempre la constante en procesos de modificaciones económicas trascendentales como éste. Después, es inevitable que se produzca una nueva meseta que tiende hacia un emparejamiento de las diferencias, en la medida que las multinacionales necesitan mercados y gente con dinero para gastar, y no desocupados muertos de hambre. Por otro lado el euro es una novedad muy buena para países emergentes como la Argentina, ya que nos permite una opción a la dictadura del dólar y de un Congreso norteamericano reaccionario, racista y aislacionista que aborrece la idea de asociaciones comerciales con esos "negritous" de down there, literalmente de "allá abajo". Eso no ha podido cambiar pese a los mejores (y sinceros) esfuerzos del presidente Bill Clinton. En cambio, el camino de posibles acuerdos comerciales con Europa nos daría también (si Francia no sigue haciendo su eterno papelón) la necesaria disciplina fiscal y monetaria para encarar el desarrollo. Contestando a quienes le reprochaban que su política era mala para el largo plazo, John Maynard Keynes dijo una vez: "En el largo plazo, estamos todos muertos". Es una frase divertida, pero un poquito irresponsable para nuestros hijos y nuestros nietos. |