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La sombra de Illia

Por Guillermo Alfieri

t.gif (67 bytes)  El juicio oral y público que comenzó ayer en Córdoba para constatar si Eduardo César Angeloz engordó su patrimonio familiar con la dieta del poder tiene una simbología más profunda que la evidente, la de un señor que supo acopiar mucho poder político y ahora está sometido, como cualquier ciudadano, a los rigores de la ley. El caso Angeloz es, a su modo, una fotografía de la política argentina de fin de siglo. De las fronteras peligrosas que transitan sus dirigentes y de cuánto ha variado la consideración popular.

En términos secos e históricos: cualquier sospecha podía arrojarse sobre las máximas figuras de la Unión Cívica Radical, pero jamás la del enriquecimiento ilícito. Como mucho, eso podía ser cosa de concejales poco afectos a la lectura de Leandro N. Alem. No hay manchas de ese tipo que hayan salpicado los trajes de Yrigoyen, Alvear, Larralde, Lebensohn, Balbín o Alfonsín. Ni qué hablar de Arturo Illia, incorporado a los libros de historia como paradigma del político honesto.

Y es la figura de Illia, justamente, la que le da su sentido más profundo al caso Angeloz. "Esto es maquiavélico, pero muy simple: con este asunto del artículo 268, se invierte la carga de la prueba y me obligan a demostrar que no es mío lo que no es mío. ¿Entiende?", arguyó Angeloz en una entrevista del diario La Nación.

El artículo 268 bis es el que tipifica la figura del enriquecimiento ilícito en el Código Penal. "Ese asunto" que Angeloz asimila al universo "maquiavélico" fue aprobado por el Congreso nacional tras un debate arduo en el que se impuso la convicción de dar un ejemplo ético a la sociedad, de arriba hacia abajo, y cayó la especulación menor respecto de por dónde se carga la prueba. En la redacción final del 268 intervino activamente el gobierno de entonces, cuyo presidente era Arturo Humberto Illia.

No está probado aún que el ex gobernador de Córdoba se haya enriquecido. Quizá pueda demostrar su inocencia. O quizá no. Pero cualquiera sea el resultado no varía el estado de sospecha que atraviesa a la clase política, sin casilleros precisos. Y ese es el distintivo de la época: ni cien denuncias juntas hubieran despeinado a Illia, el ex Presidente que murió en la misma casa de Cruz del Eje que habitaba antes de tener poder, con una cocina de tres hornallas que hacía las veces de estufa, las paredes ávidas de pintura, el antiguo combinado Radio Quin para las noticias y la música, y las míticas pantuflas de felpa amarilla, raídas, al pie de la cama.

 

 

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