UN RETABLO DONDE TODO VALE
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Por Luciano Monteagudo desde Cannes Hay un vértigo que produce Cannes que no se asemeja en nada al de otros grandes festivales de cine. A cada paso, en ese enorme bunker mirando al mar que es el Palais du Festival, o en la abigarrada Croisette, o en los grandes hoteles que dieron fama a la Costa Azul, se confunden el arte y los negocios, lo serio y lo mundano, lo esencial y lo accesorio, lo sagrado y lo profano. Es posible en Cannes asistir al estreno de la nueva obra maestra de Manoel de Oliveira, Inquietude, un tríptico de una misteriosa belleza, y descubrir allí a Irene Papas, enfundada en un manto negro, descalza ("para sentir el murmullo de la tierra") y recitando la Teogonía de Hesíodo. Y no acaba uno de conmoverse con su máscara atávica y con los relatos que va enhebrando magistralmente Oliveira, y allí sobre la Croisette, un remolino de gente señala la presencia de las stars del porno, que también tienen su festival aquí, y que antes de la ceremonia de los premios Hot d'Or ofrecen sus dispendiosas bondades neumáticas. Un cineasta tan sutil (e injustamente olvidado) como el suizo Alain Tanner ofrece en Réquiem no sólo la que quizás sea la mejor adaptación de un libro de Antonio Tabucchi, sino también un recorrido sereno por los laberintos de Lisboa, en compañía del fantasma de Pessoa. Y a la vez que Tanner se toma su tiempo para admirar la luminosidad del Tajo o tomar nota de la complicada receta del sarrabulho, a apenas un par de cuadras de allí estallan los incesantes fuegos de artificio de Armageddon, la nueva superproducción-catástrofe de Hollywood, protagonizada por Bruce Willis. El actor fue anfitrión invisible de una megafiesta sobre la terrase del Palm Beach Casino. Todo allí era tecno y ruido y limusinas y cansancio. Y mientras Europa y Hollywood dirimen su eterno antagonismo, sus concepciones cada vez más diferentes del cine, el barroco latinoamericano hizo su irrupción en el Palais con el mexicano Arturo Ripstein, que trajo fuera de concurso El evangelio de las maravillas, su nueva imprecación después de Profundo carmesí y La mujer del puerto. Todo es blasfemia en este salvaje evangelio de Ripstein y su guionista Paz Alicia Garciadiego, que han imaginado una secta obsesionada con el fin del mundo y que en su Nueva Jerusalem esperan la llegada de un nuevo Mesías. Un Mesías que deberá dar a luz una adolescente, casi una niña, que se empeña en seguir siendo virgen pero que no por ello quiere resignar su lugar de abeja reina y se empeña en hacer desfilar por su cama a todos los hombres de la comunidad. "Armada como un mural mexicano, esta historia de vírgenes y prostitutas, tambores y Nintendos, muñecas Barbie y soldados homosexuales, prepara el escenario para el Apocalipsis", dice Ripstein de su film. Sólo las meditaciones buñuelescas que pronuncia Francisco Rabal (ataviado como Charlton Heston en Los diez mandamientos) parecen una verdadera religión. Y hay algo de ese evangelio laico del film de Ripstein, de esa feria de miserias y maravillas, que no cuesta demasiado esfuerzo asociar con el retablo moderno de Cannes. Aquí todo está en vidriera y a la venta y las películas son sometidas al juicio sumario de la crítica, que en la caja de resonancia del festival puede sellar la suerte de un film. Las alzas y bajas se suceden en las páginas de Le Monde, de Libération, o de los trade-papers como Variety, que publican ediciones especiales diarias. El Variety llega a sugerir dónde el realizador debería limar su película, y no son pocos quienes le hacen caso. Sin ir más lejos, el estadounidense Hal Hartley, que ayer presentó en competencia Henry Fool, con unos cuantos minutos menos de los que tenía en setiembre en el Festival de Toronto, con lo cual su versión suburbana de Teorema de Pasolini se ganó el aplauso. La mirada que echa Hartley sobre su país no deja de ser, como siempre en su cine, la de un autista, pero coincide con la visión que plantea Todd Solondz en Happiness, un film llamado a provocar controversias. Lo que dice el director de Mi vida es mi vida, con su habitual minimalismo, es que detrás de las paredes del imperio puritano hay incesto y pedofilia y soledad y sufrimiento. El suyo es casi un diagnóstico clínico, un comentario social por momentos lapidario. No es el único que plantea el abuso de menores --también lo hacen otras películas en competencia, como Festen, del danés Winterberg, o La classe de neige, de Claude Miller-- pero Solondz parece el más sincero, todo un freak de esos que no desentonan en el circo interminable de Cannes.
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