Cuando le pidieron una definición del poder, respondió: "Poder es tener impunidad". El hombre poderoso que poseía esa convicción acabó su vida, a los 54 años, de un tiro de escopeta High Standard 12.70, cuya potencia es similar a la Itaka que maneja la policía, al parecer por mano propia, según las informaciones preliminares. La muerte de Alfredo Yabrán sacudió al país porque el trágico desenlace no figuraba en la hipótesis de nadie desde que se convirtió en prófugo, después de que el juez Macchi, de Dolores, que investiga el asesinato de José Luis Cabezas, ordenó su detención. Hasta el día anterior, el vocero y los abogados que lo asistían aseguraban que permanecería huido por un tiempo. ¿Qué pasó? ¿Algo le hizo comprender que había terminado su poder, es decir su impunidad? No es la única pregunta que quedó flotando. Muchas personas dudaron de sus palabras en vida y otras tantas dudan hoy sobre las circunstancias de su muerte. En el imaginario de la calle, anonadado por la noticia, el final tiene el corte mafioso que se atribuye a la muerte increíble de los poderosos, sean papas o ateos. El constructor de una fortuna también increíble, cuyo valor declarado triplica a la que legó Frank Sinatra, el que siempre prefirió el anonimato, hasta que Cabezas logró fotografiarlo, nunca pudo convencer a la opinión pública sobre la transparencia de su trayectoria como empresario. Tuvieron más credibilidad pública Domingo Cavallo, cuando todavía era ministro, que lo acusó ante la Cámara de Diputados de ser jefe mafioso, y luego el gobernador Eduardo Duhalde, que instó a los tribunales para que lo indagaran en relación con el crimen del reportero gráfico. No fueron los únicos en señalarlo, aunque sí los más encumbrados de cuantos sospecharon de ese señor del claroscuro. Además de su familia y de sus amigos cercanos, los únicos que le tendieron la mano fueron el presidente Carlos Menem y sus colaboradores directos, que lo llevaron a la Casa Rosada cuando más arreciaban las sospechas públicas. Después de aquella audiencia con Jorge Rodríguez, jefe del Gabinete que cumplía órdenes superiores, Yabrán quedó instalado en el centro de la interna partidaria que protagonizan Menem y Duhalde por la sucesión presidencial en 1999. Nada hizo tanto por politizar el caso Cabezas como esa batalla fratricida. Desde aquel momento su destino personal, y su relación con el atroz crimen en la cava de Pinamar, quedaron exhibidos como una pieza más en la riña de palacio que se preñaba de violencia potencial. Como el reñidero es el Estado mismo, las instituciones y sus hombres son carne de las artillerías en pugna, sean policías, jueces, espías, legisladores, empresarios o banqueros, mezclados con el submundo de la coima, el tráfico de influencias y la prostitución. La vida de Yabrán terminó justo cuando sus abogados trataban de colocarlo en manos de la Corte Suprema, buscando quizá que la mano amiga volviera a tenderse para sacarlo de la jurisdicción provincial. Otra vez: ¿qué pasó? ¿Encontró puños cerrados? Cualquier hipótesis, a esta altura, tiene cabida en la fantasía de cualquiera y cada cual podrá apoyarla con razones atendibles. Este final, tal vez, es el resultado inevitable de una vida particular, como sucede cada vez que la muerte se presenta por convocatoria deliberada. Así como nadie, por ahora, puede presentar una explicación única y convincente, tampoco se puede predecir si éste es el final de una historia o el principio de otras. El delito y la política se han mezclado tantas veces que haría falta una voluminosa enciclopedia para recontar los antecedentes de ese perverso connubio. Hace más de treinta años Hans Magnus Enzensberger escribió un ensayo (Política y delito) que se convirtió en clásico, donde citaba a Elías Canetti para afirmar: "Entre asesinato y política existe una dependencia antigua, estrecha y oscura. Dicha dependencia se halla en los cimientos de todo poder, hasta ahora: ejerce el poder quien puede dar muerte a los súbditos. El gobernante es el superviviente". Impedir esa dependencia como un sino fatal es la tarea de una sociedad que se pretenda libre y justa. ¿No es lícito acaso preguntarse sobre la suerte de la investigación por el asesinato de Cabezas? Quienes puedan pensar que esta muerte imprevista aligera las cargas de esa otra deberían quedar decepcionados por una investigación sin claudicaciones, porque el final de ese caso no se agotaba en Yabrán ni en su perjuicio. Fue, como bien se dijo tantas veces, un atentado contra la sociedad en general y la prensa en particular. Así como en un tramo del expediente se develó la trama inmunda de policías y ladrones en asociación ilícita, que obligó a una reforma -todavía en curso-- de la seguridad bonaerense, lo mismo debería suceder con las redes de alto rango que han hecho cotos privados de los negocios públicos en asociaciones mafiosas. Desmantelarlas es imprescindible si lo que se busca es un destino mejor para toda la sociedad y que el futuro colectivo no dependa del saldo contable de la encuesta sangrienta entre víctimas y victimarios. |