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Del nombre
Por Juan Gelman

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T.gif (67 bytes) Es casi nulo el número de niños inscriptos en la historia nacional, sólo para adultos. Salvo el Tambor de Tacuarí –de quien ni el nombre se conoce–, no hay casi registro ni memoria de los centenares de púberes y adolescentes que de una manera u otra participaron en las guerras de la Independencia. Por ejemplo. De Juan Esteban únicamente se sabe gracias a la obra monumental de Osvaldo Bayer, La Patagonia rebelde: tenía l5 años y era correo de los huelguistas cuando fue apresado por efectivos del 10º de Caballería al mando del capitán fusilador Viñas Ibarra y ejecutado el 7 de diciembre de 1921 en la estancia La Anita, junto al lago Argentino, en el extremo sur de Santa Cruz. “Me llamó la atención la guapeza de este niño –testificó años después Ramón Vallejo, soldado del 10º–, pues cuando se vio ante el pelotón le gritó ‘asesino’ al jefe y cayó.” Un balazo le había partido la lengua.
La lengua, sí, la que habla y nombra y critica y desnuda al opresor, el instrumento humano que más temen los represores. Aunque sea una lengua de niño. Amaral García –que se sepa– fue el primer chiquilín secuestrado en la Argentina en l975. Asesinaron a sus padres y llegó la orden de asesinarlo también a él: tenía 4 años, sabía hablar y decir su nombre y apellido. Es decir, era peligroso. El asesino designado, como en el mito de Edipo y algunos cuentos infantiles, no se atrevió a matarlo y lo llevó a algún lugar del interior.
El ex soldado del ejército uruguayo Julio César Barboza Pla, que a los l8 de edad ingresó a la institución empujado por problemas económicos, fue destinado al Servicio de Información de Defensa del Uruguay, el SID, equivalente de la SIDE argentina. En la sede del organismo se instaló en l976 un campo clandestino de detención que “albergó” a los uruguayos secuestrados en nuestro país y que pasaron por Orletti, en el marco del operativo o red Cóndor. “En la planta alta (del campo) –informaría años después; Barboza pidió la baja al año de incorporarse en razón de los horrores a los que tenía que asistir– encontré en una oportunidad a dos niños de corta edad (los vi una sola vez). Conmovido por la presencia de ellos allí, pude trabar conversación con el niño mayor (tenía 4 años), quien me respondió que su nombre era Anatole y que la niña menor (de año y medio) se llamaba Victoria.” En Orletti y en presencia del represor José Nino Gavazzo, mayor del ejército uruguayo, Anatole ya había declinado los nombres de todos los prisioneros que conocía y había visto en el campo. Sus padres, los Julien Grisonas, fueron “desaparecidos” y los niños, claro, no podían seguir en el Uruguay. Los llevaron a Chile, los abandonaron en una plaza y los recogió un orfanato. Una pareja quiso adoptar a Anatole, pero no a Victoria. El se opuso férreamente y la pareja tuvo que adoptar a la niña también. No sé si se requiere más valor para batir el tambor en Tacuarí o para enfrentar a los 4 años la pesadilla de un campo de concentración y el dictado omnipotente de las instituciones.Ambos niños fueron recuperados por CLAMOR, organismo brasileño de derechos humanos.
¿Qué es el propio nombre? Para Walter Benjamin, como parte de la herencia del lenguaje, “el nombre garantiza que el lenguaje es simplemente la esencia espiritual del ser humano”. Esa que quisieron borrar los represores. Es notorio que en los campos daban un número a cada prisionero para abolir su identidad. La estrategia de los apropiadores consistió en borrar la filiación de los niños robados. No siempre lo lograron.
“Tengo a mis dos papás desaparecidos (en 1978, en Uruguay) –dijo Paula Eva Logares desde la cátedra de Derechos Humanos que Osvaldo Bayer imparte en la Universidad de Buenos Aires– y el subcomisario de la Brigada de San Justo (apellidado Lavallén) se quedó conmigo... Cuando desaparecimos yo tenía 23 meses y aun así no me acuerdo de mis viejos, no me acuerdo de nada... Yo me llamo Paula y desde que nací siempre me llamo Paula, ellos (los apropiadores) me querían poner Luisa, yo les decía Paula, Luisa no, Paula. Me tuvieron que dejar Paula, ésa fue una gran ayuda para mi abuela.” En realidad, Paula recordaba a sus padres: insistiendo en el nombre que le pusieron, afirmó su filiación, continuó la vida de Mónica Grinspon de Logares y Claudio Ernesto Logares, confirmó su linaje.
Cuando leí de niño “Hansel y Gretel” me pareció un relato detestable. ¿Cómo imaginar a padres que abandonaban a sus hijos porque no podían darles de comer? Con los años aprendí que esa clase de padres existe y el cuento me pareció más realista que cruel. Supe entonces que exaltaba el valor de dos niños desamparados que con su ingenio escapaban de la bruja que se los quería almorzar, se apoderaban de sus tesoros y regresaban a casa. Espero que en la lista de niños con lugar en la historia nacional figuren algún día Anatole, Paula y muchos otros que, con la misma guapeza de Juan Esteban, no se doblegaron ante pruebas más terribles que las imaginadas en el cuento alemán. Finalmente, represores hay, brujas no, y ellos tenían 4 años, o apenas 2, cuando entraron en la resistencia contra la dictadura militar.

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